1. Sandra Collins, dependienta de Seven-Eleven
Yo llevaba muy mal día, no lo voy a negar. Llevaba todo el día obligado a escuchar rock cristiano en la radio del coche del trabajo y no estaba para muchas tonterías. Pero admito que haber usado la fórmula secreta de Hermes Trimegisto para transfigurar a Sandra en estatua de sal únicamente porque me miro con cierta desconfianza cuando pasé junto al frigorífico de cerveza fue algo completamente desproporcionado. Mis disculpas a su marido, pero aún así quiero insistir en que no todos los inmigrantes somos unos ladrones y ese tipo de actitudes calladamente hostiles son un componente importante del racismo estructural.
2. Gary Minnelli, conductor de grúa local
Yo no conduzco, vamos, de hecho ni siquiera tengo coche. Por lo tanto que no suelo tener problemas de ira al volante y en general todo lo relacionado con coches me da bastante igual. Aún así, cuando vi a Minnelli llevarse con su grúa el coche de mi cuñado a la vez que ignoraba descaradamente el camión de su propio primo, que sólo una calle más arriba estaba aparcado frente a una salida de ambulancia, me pareció un caso de nepotismo tan flagrante que decidí tirar de los conocimientos paganos de Zosimos de Panópolis y usar el extracto del basilisco para convertirle en blanca estatua de sal, sus manos engarfiadas para siempre en torno al volante de su grúa y su cara eternamente paralizado en un rictus de dolor. Pensándolo en frío, lo adulto habría sido apuntar su matrícula y reclamar al ayuntamiento.
3. Patty Reed, girl scout
Vale, este es quizás el menos defendible de todos los casos de americanos a los que les he arrebatado la vida y transformado en vagamente humanoides moles de sal. Era viernes por la noche, yo estaba ocupado cocinando pollo con anacardos para cuatro invitados y cuando ya tenía el cilantro cortado y el limón exprimido me di cuenta de que no tenía sal para el adobo. No sé si conocéis la receta, pero estoy seguro de que a la pechuga de pollo si que la conocéis y por tanto sabéis a qué sabe sin sal: a nada. En ese momento, cuando ya consideraba ir al Burger King a comprar cuatro Whoppers, una adorable niña llamó a la puerta vendiendo galletas como un regalo caído del cielo y, en fin, la tienda más cercana me queda a tres manzanas y como ya he comentado no tengo coche. No me enorgullezco, pero al menos he de decir que mi receta fue la estrella de la noche.
4. Gordon Morgan, dependiente de Burger King
A la semana siguiente, y como había estado pensando en Burger King, tuve el antojo de desayunar allí. Tengo que confesar me había pegado toda la noche probando nuevas proporciones de reactivos para lograr reducir el tiempo necesario para que los tejidos vivos se osifiquen utilizando la receta oculta en las páginas del Kimiya-yi Sa’adat. Podría haberlo probado en, no sé, una cucaracha, pero eran las seis de la mañana y al señor Morgan le dio por insistir en que yo había pedido zumo de naranja en lugar de café, cuando todos los presentes sabíamos perfectamente que no era así. Así que nada: un pellizco de polvo amarillento soplado en su cara y adiós Gordon. Fue un momento de ira y reconozco que a veces me puede mi mal genio. Por cierto, el tiempo de osificación fue de unos más que aceptables trece segundos.
5. Carol Green, ama de casa
Aquí simplemente me aburría en la sala de espera del médico. Me acordé de que llevaba en mi Kindle la edición no censurada del De Occulta Philosophia, escamoteada fuera de los Archivos Secretos del Vaticano por mis contactos en la Orden de los Rosacruces, y en fin… por qué no. Aún así me lamento, ya que podría haber echado un Angry Birds, que aún lo tengo en el móvil.
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