«Buenas noches, precioso», pensé mientras se giró suavemente hacia mí y cerró sus intensos ojos. Yo me resistí a dormir: preferí observarle, abrigada por la suave manta. Me recordaba a mi padre: la tersa comisura de sus labios, su poblada cabellera, sus fuertes manos, sus gafas… Por ellas deduje que se llamaba Ray. Sentí su primer aliento de sueño mientras pensaba en todo el tiempo que llevaba sin dormir con un hombre, y acerqué un poco mi cabeza para que su aroma encontrase mi nariz. Con él caí yo también en el sueño, embriagada en su esencia. ¡Y qué sueño! Unas eternas vacaciones en Albacete Beach, donde me hacía madre reiteradas veces y donde bautizábamos a nuestros hijos en las cálidas aguas del Mediterráneo, de donde no volvían. Allí comíamos langosta Thermidor mientras copulábamos a la luz de la ardiente luna, equivocando crustáceos y orificios, y riéndonos de los turistas chinos que comían filete de…
«¿Carne o pescado, señora?» Mierda. Me desperté con los huesos entumecidos por la estrechez. Ray estaba charlando animosamente con la mujer del tercer asiento. «Pescado», respondí a la azafata. Luego me arrepentí: era asqueroso. Como la revista de a bordo. Como el asiento. Como el café. No como Ray. Ray, tú has sido lo mas bonito de este vuelo.