Cine Duque de Alba, 21 de junio de 1941 – 8 de marzo de 2015. El último de los cines X de Madrid muere hoy. El fin de una estirpe de salas que Franco permitió con su muerte y que ahora expira, afixiada por el cambio tecnológico, la presión urbanística y el desapego a la historia y la patria de políticos y Pueblo. Una fecha histórica que Homo Velamine no se podía perder. Así es como hemos vivido las últimas sesiones del último cine X de Madrid.
20:31h. Llegamos al largo pasillo de entrada al cine, donde nos reciben los carteles de las películas que se exhiben. Rafa, el encargado, los dibuja a mano con gran maestría. Él las llama “películas divertidas”. Las dos últimas proyecciones del cine iban a ser “Damas caseras echan una cana cana al aire” -cuyo cartel añade “El pene ni se crea ni se destruye, sólo se transforma”– y “Espero que no sea tu hija”. El cine Duque de Alba es de sesión continua: pasan películas ininterrumpidamente desde las 10:30 de la mañana hasta medianoche.
20:35h. Pagamos los 8 euros de entrada -sólo los chicos, las chicas no pagan- y accedemos al pequeño hall principal, apenas iluminado por la luz de la entrada, y que es del más delicado decadentismo kitsch -a la sazón está adornado con un maniquí con atuendo dandy-cañí y una bufanda roja de Mahou. También tiene una perfecta expresión de arte popular en las curiosas decoraciones, con viejos rollos de película de 35mm y otros objetos reciclados.
20:40h. Echamos un vistazo al patio de butacas: “Oh, sí, sí, esto es canelita en rama” suspiran las dobladoras del filme, mientras que un pene gigante desaparece dentro un trozo de carne. La proyección es mala, con saturación de rojos (¿tal vez intencionadamente?), y está incómodamente curvada. Pero, por supuesto, es lo de menos. Aquí el público viene a ver al público, no al filme. En las butacas no habrá más de tres personas sentadas, pero descubrimos a varios espectadores de pie. A nuestra derecha hay un hombre apoyado contra la pared. Nos mira. Otros caminan por el final de la sala.
20:48h. Salimos a explorar el resto del edificio. Subimos las escaleras hasta el llamado “bar”, muy tenuamente iluminado, y que consiste en una máquina de tabaco y otra de bebida, incluido alcohol, además de unas sillas de salita de espera. Continuamos subiendo hasta un nuevo hall superior, más oscuro que las dependencias anteriores, y que da acceso a la platea superior y a la “sala de encuentro”. Esta “sala” es una terraza encerrada en un patio de luces, dominada por un cartel con la inscripción “cine” que una vez perteneció a la fachada exterior. Hay también cuatro o cinco mesas, con sillas en proporción. Las ocupan tres hombres que fuman y charlan, nostálgicos. “Cómo vamos a echar de menos nuestro rinconcito”, dice uno. “Qué a gusto se van a quedar las vecinas sin nosotros”, agrega otro. Echan la ceniza en lata de rollos de película de 35mm que hace las veces de cenicero. Se despiden del lugar silenciosamente.
20:59h. Volvemos al hall superior, tan deliciosamente decadente como el inferior. Un luminoso cuya edad sólo puede descifrar la prueba del carbono-14 indica el baño de señoras, cerrado desde hace años por falta de público femenino, y que usaron un tiempo los cinco empleados del cine, pero que ahora también estaba cerrado para ellos.
21:00h. Entramos en la platea superior. Subimos por unas roídas escaleras, esquivando pañuelos de papel, y nos paramos unos momentos frente a las butacas. Se distinguen un par de siluetas sentadas en el fondo. Un hombre aparece de la oscuridad y se acerca. Pasa despacio, y roza uno de nosotros, pero rechazamos su invitación amablemente con un gesto sutil, y él sigue su camino. Luego aparece otro, y procede de la misma manera. Decidimos entonces sentarnos en primera fila, porque no sabemos cuántos más hombres con intenciones conquistadoras puede albergar la oscuridad. Las butacas son cómodas y tienen los reposabrazos levantados, lo que nos da que pensar. Están roidísimas, sin embargo es el único elemento del cine que ha sido renovado, una única vez, en sus 75 años de existencia. El suelo está increíblemente resbaladizo, y se nos queda algún pañuelo de papel pegado en el zapato.
21:04h. Sentados en la platea superior. Miramos alrededor, obviando la “dama casera” que se exhibe en la pantalla, ahora una joven que deja a mitad una rutina de gimnasia en su hogar para dedicarse a otros menesteres con su monitor. El cine tiene, ciertamente, mucho encanto. Está construido con el cariño y el buen gusto de las construcciones antiguas. La sala tiene formas redondeadas que la hacen muy acogedora, y unas tallas de piedra en la pared que responden a un art decó tardío y que recuerdan a los huecos de los santos en las iglesias, pero en los que apreciamos, curiosamente, un símbolo fálico. Por supuesto, es pura coincidencia: el cine originalmente exhibía westerns, hasta que a finales de los 70 empezó a pasar películas “S” (de destape) y en los 80 “X”. Por las puertas siguen goteando hombres que entran y salen.
21:15h. Tras observar unos minutos cómo la joven gimnasta desarrolla su actividad con el monitor y hace una interesante apología de la cópula, salimos de la platea y bajamos al hall principal. Allí hablamos con Ignacio, uno de los empleados, de unos 40 años. Nos cuenta que aunque ya no viene mucha gente, el cine aún sigue dando dinero. “Pero no para cinco empresarios, para uno o dos sí”, puntualiza. “Yo llevo sin cobrar desde noviembre, pero se me ha metido en la cabeza que cobraré todo, sea como sea. Y yo estoy bien, tengo mi piso de 120 metros y mi frigorífico lleno, pero otros lo tienen más difícil.” A continuación despotrica contra su jefe: “Dijo que vendría hoy y nos invitaría a unos vinos, pero ya ves.” Ignacio lleva dos años y medio en el cine. “No había trabajado antes en cines, aunque me gusta mucho ver películas, mi favorita es ‘Psicosis’. Cuando entré, pregunté a ver si tenía que acomodar a los clientes, y me dijeron que no, que aquí no hay que acomodar a nadie, aquí cada uno se busca su hueco, excepto algún viejecito al que le deslumbra la luz de la pantalla.” Le preguntamos si suelen venir muchas chicas. “Tú y tú”, responde, señalando a las dos chicas de nuestra comitiva.
21:22h. El día a día del cine lo llevan entre cinco empleados, que cubren los dos turnos diarios de dos personas cada uno y las suplencias. Poco a poco, a través de las palabras de Ignacio y el ir y venir de hombres, descubrimos un mundo de complacencia y complicidad, donde los tabús se dejan a la entrada y nadie juzga a nadie. Suena su móvil con una melodía tropical: “Nah, es un cliente, me dice que a ver si puede venir, ya le he dicho que no, que vamos a cerrar ya.” Ignacio confiesa que va a echar de menos la simpatía de los regulares. “Son todos muy majos. Tengo el teléfono de muchos de ellos, pero es verdad que me ha pasado de todo, me han intentado meter mano, y una vez murió un señor con los pantalones bajados en una butaca.”
21:31h. Mari Trini le interrumpe con “Contigo aprendí”. Es la banda sonora del descanso de siete minutos entre sesión y sesión. Entramos a ver la magnífica sala y descubrimos que la decrepitud y decadencia alcanzan límites insospechados bajo la luz roja que la ilumina ahora. Aquí y allá faltan butacas, otras no tienen asiento, todas están roidísimas. Se salvan las de las primeras filas. Abundan por el suelo los pañuelos usados, que sorprenden por su número en un cine tan poco concurrido. Pensamos en la cantidad de historias que han visto estas elegantes paredes. ¿Donde irá ahora la buena sordidez? ¿Qué estirpe de degenerados podría querer cambiar 75 años de historia por un edificio inmoral de copia-pega? ¿Quién es el responsable de este giro hacia una ciudad insulsa, insustancial, inservible? Con este cine se va un pedazo de la historia de España, porque son aquellos que tanto dicen amarla quienes la están destruyendo, copia-pega a copia-pega. Acompaña nuestros pensamientos la imagen de portada del DVD de “Hope that’s not your daughter 4”, que está proyectada en la pantalla: una joven de expresión alegre, que suponemos que es la “hija”, sujeta el grueso pene de un negro. “Contigo aprendí / que existen nuevas y mejores emociones…” entona a la vez Mari Trini.
21:43h. Volvemos al hall principal. “Me conozco este cine como la palma de mi mano”, prosigue Ignacio. “Aquí hago de todo, incluso pongo las películas. Antes eran de 35 milímetros, yo de eso no sé, Rafa sí, pero ahora son digitales… Bueno, digitales como las que tienes tú en tu casa, vamos, como esas. Pero bueno, no he visto ninguna. Alguna escena así al pasar, sin más.” En el cuarto de la taquilla, su compañero de turno, de unos sesenta años de edad, cuenta la caja. “Ignacio, tráeme una bolsa, por favor”, le pide. “Mira, la última que queda”, responde Ignacio. No hará falta que compren más.
22:06h. Jaime, un cliente que exhibe un potente bigote, sale de la sala y se une a nosotros. “Treinta años llevo viniendo yo aquí. Películas guarras, le llamo yo. Ahora van a hacer un Mercadona”. Mercados de abastos: esa es la degradante y tediosa vida de ultratumba que tienen que llevar muchos cines en esta época de boyantes bagatelas. Ocurrió con el cine X de Malasaña, que desde el año pasado es un supermercado DIA. También ocurrió con el cine Avenida, en la Gran Vía, donde ahora miles de señoritas pugnan por ser la más esquelética en el H&M que corroe las entrañas del espectacular edificio. Y cuentan que igual suerte correrá en el Palacio de la Música, esta vez a manos de Mango, que parece envidiosa de no haber sido ella la adalid de la destrucción y la halitosis social. (Nota mental: gritar “¡HITLER VIVE!” cuando alguien mencione DIA, H&M o Mango por estas ofensas al buen gusto y la decadencia.) Después de contarnos algunas de las maravillas de Madrid, entre ellas su origen islámico (“Agua que fluye” se llamó Madrid entonces), la pureza de su agua y la unicidad de La Pedriza, Jaime se despide de nosotros, da un abrazo a Ignacio. Se marcha. Un minuto después vuelve: “Espera, que tengo que descargar todo el agua que he bebido”, dice con una sonrisa mientras se dirige hacia el baño. Cuando sale, no perdemos la oportunidad de usarlo nosotros también. “Entrad”, nos dice Ignacio riendo, “son los baños más concurridos de todo Madrid”. Aliviamos nuestra vejiga esquivando una cantidad increíble de preservativos, pañuelos y charcos para el poco público que parecía haber habido en la sala.
22:18h. Salimos. El compañero de Ignacio ya ha acabado de cerrar la caja. Se despiden entre susurros ininteligibles. Tampoco queremos violar la intimidad de un momento tan delicado: HOMO VELAMINE es muy respetuosa con el código deontológico periodístico. “Cómo te voy a echar de menos, Pepito”. Parece llorar. Ignacio, que posee más entereza, le pasa el brazo por encima y le acompaña hasta el final de la entrada. En el fondo se siguen oyendo los jadeos y las frases de ánimo y éxtasis de la última película X que se exhibe en Madrid.
22:29h. Ya sólo quedamos nosotros y él. “Una vez murió aquí un conserje, Martín, pero eso fue hace muchos años.” Íbamos a preguntarle más detalles,pero su siguiente propuesta ganó en interés: “Como no ha venido aún el jefe, ¿qué os parece si cierro y os enseño el edificio?” Aceptamos encantados.
22:38h. Tras echar el candado a la persiana, Ignacionos conduce hasta el sótano. “El miedo que he pasado yo aquí, encendiendo la caldera a las seis y media de la mañana cada día. Vine el día 31 de diciembre a las seis y media, y vine el 1 de enero a las seis y media.” Bajamos unas escaleras infinitamente más destartaladas que la parte pública del cine, con barrotes sobre trozos de pared desprendidos. “Aquí nos ha hecho poner el carbón el jefe”, nos indica el hueco de la escalera. “Cuidado ahora con la cabeza. Esto parece el metro, mirad”. Nos guía por unos pasillos de bóvedas bajas, con butacas viejas y otros trastos inservibles. Hay un hueco en la pared, de menos de un metro de alto. Le preguntamos qué hay al otro lado. “No lo queréis saber, os lo aseguro”, responde. “Justo arriba está el baño, que cualquier día se viene abajo.” Y añade, señalando una zona del suelo: “Por aquí tiran calzoncillos y papeles.” Llegamos a la caldera, que aún es de carbón y madera. La última vez que se usó fue el miércoles anterior, hacía cinco días, cuando les llegó la noticia del cierre definitivo. “Íbamos a cerrar el 31 de diciembre, y al final continuamos”. Ignacio nos enseña el resto del espacio, una pequeña habitación donde guardaban el carbón, y otra con madera. “Cogemos los palés de la calle y los rompemos con el hacha, aunque yo me suelo traer una sierra de calar de casa”, comenta. “Venid, que os enseño la sala de proyección arriba”. Nos guía por los pasillos abovedados, parándose un momento a apagar unos diferenciales. El sótano vuelva ahora a estar oscuro, salvo por el resplandor de una luz que llega de la escalera. Cuando llegamos a ella, se oye silbido de fuera. Ignacio se alarma: “Esperad aquí, chicos, no os mováis.” Le hacemos caso, por supuesto. Ignacio sube corriendo a ver quién es. La puerta se cierra de un portazo. Nos quedamos quietos. Una de las chicas de nuestra comitiva se santigua. No oímos nada más, no hay cobertura, y la batería del móvil está a punto d
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Una idea sobre “Nosotros cerramos el último cine X de Madrid”