Ask if you need help

Este texto forma parte de la serie de relatos neonormales por entregas que publicaremos de forma aleatoria e impredecible.

Ilustración por Pablo Orza.

Una mujer cruza la calle con una camiseta violeta. Ask if you need help, reza su espalda. Nadie ve su rostro, pero su mensaje ofreciendo ayuda impulsa a seis ciudadanos a seguir sus pasos, los ojos abiertos como redondos platos de sopa encima de sus mascarillas.

Hacía ya tiempo que en el norte nadie se abrazaba. Era un hábito que la Nueva Normalidad no impuso, sino que subrayó. Lo que algunos veían como frialdad, casi como tendencia al cactus, ahora se aplaudía con furor y se admiraba con envidia desde otras capitales más cálidas, pero no tan disciplinadas.

La lluvia caía rígidamente sobre las ventanas porque la lluvia no entendía de la Nueva Normalidad, ni tampoco las gaviotas, que picoteaban las bolsas de basura luchando contra mascarillas y papel higiénico, como buscando el tesoro al final del arco iris. Algunos hacían vídeos del arduo trabajo de las aves marinas, que seguían fabricando sus nidos sobre nuestras cabezas ocultas tras las mascarillas.

Habían pasado ya catorce meses desde la última canción que se escuchó en un balcón de la rúa da Terra. La policía recibió una llamada y desalojó la vivienda. Caras de terror en los rostros de la señora María Luisa Ancares y la señora Matilda Bellido. Ellas solo querían poner color a los rostros grisáceos que bajaban la acera encorvados, un grito de ánimo con una radiocasete maltratada y un Juanes delirante en pleno concierto. Pero esos tiempos, los de la Unión, habían finalizado. Sin embargo, en el piso 3º C de la rúa da Terra ellas no se habían dado cuenta de nada y por eso llegó la policía. Machacaron la radiocasete con un rígido martillo anti-revolucionario, tiraron el bote de sacarina y algunas descoloridas revistas del Hola al suelo y se llevaron a las dos señoras al calabozo.  La gente apoyó la causa. Ya era suficiente.

En esos tiempos que te cuento las mascarillas determinaban tu posición económica y social. Desde Gucci hasta papel de periódico. Algunos, los creativos, se decoraban con pegatinas la mandíbula o se cosían flores a los lados. Los que no entendían de telas acaban sofocados a mitad del camino, pues el aderezo dificultaba la respiración. Un desmayo rápido cruzaba su estructura corporal y un camión llegaba dispuesto a recoger el cuerpo.

Hasta que llegó una nueva mascarilla. La obligatoria. E igualó a todos los ciudadanos. La que tienes ahí enredada en la muñeca.

La mujer que cruza la calle con su Ask if you need help ahora es perseguida por veinticinco personas. Pero la distancia social impuesta le impide saber que las dudas se acumulan detrás de ella mientras recorre, en su franja horaria, las avenidas, dispuesta a comprar un pan de masa madre en una panadería que te atiende sin cita previa.

Había algo que se ocultaba en las caras y que nadie quería desvelar. Era un poco el traje nuevo del emperador. Y era lo que impulsaba a esos veinticinco, ahora treinta y cuatro, a seguir a la mujer de la camiseta violeta.

El continuado uso de la mascarilla reglamentaria, una nueva que había instaurado el gobierno, procedente de China, y al precio de treinta euros con sesenta, había comenzado a abrir paso al pánico. A simple vista, era una mascarilla confeccionada con un material rígido, pesado, impedía además a cualquier elemento decorativo adherirse a ella y cubría desde la altura de las ojeras hasta el cuello. El color era negro, brillante, como de látex. Y todos aceptamos esa mascarilla porque era lo que debíamos hacer.

El problema apareció, eso lo sabes, cuando al llegar a casa nos desprendíamos de ella y se percibía como una mancha borrosa cubriendo el rostro. Algo así como una inexplicable nebulosa. Y aunque con la manga del pijama se frotara continuamente el espejo, enseguida uno se percataba de que no era cosa de la suciedad del cristal, sino del propio rostro.

Era un humo extraño, una enredadera que llegaba hasta casi los ojos.

Y ese ritual se multiplicaba cada día. Yo me ponía la mascarilla, le ponía la mascarilla canina a Cerbero, que también tenía que llevarla, le ponía una pequeñita a Felipe, el pez del acuario, y cuando regresaba a casa e introducía todas las prendas en la lavadora a 50 grados, veía que una nube breve y grisácea arrastraba mi cara.

Y me figuré que lo mismo estaba sucediendo con los demás rostros.

Ahora la mujer es perseguida por cincuenta y siete personas. Todas manteniendo la distancia social. Nadie se abraza. Es lo correcto. Y lo más humano. Quién se va abrazando por ahí.

La nueva mascarilla borraba de un plumazo las caras de la gente. La boca. La nariz. Los dientes. Cinco ortodoncias en cuarenta y seis años para que ahora mis dientes no se vieran, lustrosos, brillantes, en esos momentos en los que me asomaba al balcón y miraba a los vecinos detrás de sus ventanas. Y borraba también la barbilla, así como las barbas más cuidadas (con ese aire de «no me la cuido nada») de algunos varones.

Todos intentábamos que no se deslizara para mantener oculto el secreto: nos estábamos quedando sin cara.

Los números de muertos habían ascendido y descendido como en un concurso televisivo de votaciones, se consultaban los contagios como el que opera en la bolsa. No había nombres. No había apellidos. Y ahora nos estábamos quedando sin cara. La genética, que había concedido esas narices desgraciadamente aguileñas, o perfectamente romas, o incluso grácilmente respingonas; los labios con cicatrices leporinas, desnudos como espadas o gruesos y descarados, todo se estaba eliminado de la cara gracias a la mascarilla normativa. Primero era la salud.

La mujer de la camiseta violeta ya tiene en su club a ochenta y seis personas que van en procesión manteniendo la esperanza, esa cosa tan pequeñita, de poder consultar una duda. Aunque sea en inglés. Los móviles ofrecen esas traducciones simultáneas y algunos empiezan a practicar la consulta del texto, aunque casi todos tienen la misma. Las mascarillas, debido al paseo y a las ansias y a la sudoración, comienzan a resbalar un poco. Un humillo se desprende, un borrón en la nariz.

No puedes tocarte la cara. Eso se aprende en los colegios a golpe de tiza y de regla. Así que esta vez dejan que su rostro se vea, caras sin bocas ni nariz. Los ojos abiertos en una plegaria.

La mujer compra su pan.

—Está más caro hoy, Martina.

—Claro, es que es sábado —contesta Martina, abriendo los gorditos brazos enharinados.

La lógica en la Nueva Normalidad funciona de una manera diferente, como un pingüino que baila un tango en el desierto. Un ser inserto en otro escenario. Con nuevas virtudes.

—¿Esa gente de fuera viene a comprar?

Y por primera vez, la mujer de la camiseta violeta que pone Ask if you need help se da la vuelta. Por primera vez. Y observa una fila de ciento cuarenta cabezas que llegan hasta el puerto y que la miran a ella. No es una mirada furiosa, ella tiene derecho a comprar pan de masa madre, eso está explicado en el BOE en la cláusula 45.6. No es una mirada de lascivia, ese día no se ha lavado el pelo. Es una mirada de súplica.

No comprende nada y paga con tarjeta de crédito los 3,90 que le cuesta el bollo de pan. Hará torrijas esta noche. Y verá una película de Netflix. Quizá hable con algún hombre por instagram a las 23.00 porque hace mucho que no flirtea con nadie. Se chupará los dedos y tecleará la etiqueta #guapos iniciando la búsqueda mientras devora la torrija con las piernas en alto.

En sus planes, por supuesto, no estaba resolver las dudas de esa fila de gente silenciosa mostrando esos borrones que empiezan a aparecer en sus rostros. Ella también se había dado cuenta, pero pensó que estaba perdiendo visión de tanto que la estaba utilizando.

Sale de la tienda con el bollo aprobado por el BOE y la fila la persigue. Ya son una única persona. Una sola realidad y un gran borrón en el rostro.

Ella a veces mira hacia atrás y nota la legión, como elefantes cautelosos, caminando. La duda se mastica en el aire. La pregunta, la ayuda, eso que ella ofrece sin ser consciente. La camiseta era la que estaba colocada en la silla de mimbre de su dormitorio, con la que había dormido hacía dos noches, y con la que trabajaba en un centro comercial en la antigua normalidad. Ahora ya no había centros comerciales. La gente se cosía la ropa con prendas de 1990 y lo vintage ya no era hipster, sino reglamentario. Hombreras desiguales y camisas vaqueras con retales de paños de cocina.

Su cabeza comienza a reflexionar. Y la camiseta le quema.

Llega a casa, se desprende de ella y vuela también la mascarilla. Un borrón, una nebulosa en la cara. Tira la prenda por la ventana. Es demasiada carga. No es humanitaria, no puede ofrecer ayuda y no comprende por qué están desapareciendo las caras de no usarlas.

La camiseta salta por el aire y aterriza en la acera.

Una horda de ya ciento ochenta personas, incluidos el alcalde, tres periodistas y seis médicos, se lanzan a la camiseta y comienzan a hacer jirones con ella.

Por el suelo, una frase: Ask if you need help.

 

 

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