Somos intelectuales cuando, tras experimentar cualquier cosa, nos sentimos impelidos a exclamar: «Brillante». Y lo decimos. En nuestras justificaciones subsiguientes hemos de llegar tan lejos como sea posible. Cualquier es brillante por su concreción o su esencia, por indicio, por oposición, por pertenencia, por ausencia, por una extraña mezcla de las anteriores e incluso, y precisamente, por nada. «Brillante» es nuestro inobjetable matrimonio con el esteticismo y la arbitrariedad. George Clooney y Matt Damon hablan al alma del intelectual en el mismo lenguaje que La Divina Comedia, un colibrí exhausto que no follará tonite, y un chicle pegado a la barba de un catedrático de punjabi.
Por fortuna hemos desarrollado, a lo largo de siglos de penosa existencia, métodos diversos para oponernos fuertemente tanto a lo indiscriminado como a cualquier turbulencia excesivamente pretenciosa. El síntoma más destacado de esta histórica indecisión es una afasia generalizada que desborda las intimidades del teatro disciplinar para convertir toda solución especializada y ad hoc en una metralleta de plasma autorreferencial. Se esfumó el ideal de lo bello, se estragó la idea de racionalidad, se pervirtió la moral; quedó incólume una mismidad que desprecia las valoraciones respetables y celebra su cacería cotidiana del predicado en un mantra de peinados y pastillas incomunicables.
Todo está ahí, pero no vale nada excepto porque hay que hacerlo. Puesto que la totalidad es lo falso, la verdad desheredada desciende al orfanato de la nada, donde el aroma de lo singular se fija a lo que sea. Nunca cantó el hombre tan alto a su propia perfección como en la celebración de esta circularidad esquiva que es la triste y desnuda costumbre. Nunca hubo especie natural o sintética capaz de igualar al intelectual en su nulidad contemporánea. Esta nulidad es la notable anti-confesión de notabilidad que se patentiza en el ‘’brillante’’ intelectual, y que bien pudiera sustituirse por un esquemático ‘’O’’, por la huera donación de lo mismo con ketchup, por el espía fanático de una nación inexistente, pero también por la constatación de que algo simplemente ‘’existe’’ o por una camiseta negra de Bart Simpson en un concierto de heavy metal.
Así como en otro tiempo el intelecto de Dios medía la realidad, existe una lengua cuyas fórmulas todas preludian un sonoro y tautológico «brillante» que sólo el intelectual puede pronunciar. Que lo que acompañe a nuestro juicio sea una risita sorda, una lágrima o un cuesco es lo de menos: la misión del intelectual está justificada en su propia ociosidad, y sólo una puñalada en su vientre, que es el de todos, podría ensartarse como la perla última y más brillante en este rosario de insensateces.