Camino del Matadero

No por iniciativa propia, obviamente (tengo que dejar de juntarme con los gafapastas de Homo Velamine), el otro día estuve en el Matadero de Madrid visitando una exposición de antropología visual. Trataba del cambio climático, pero podría tratar de la cría de las grullas de pico de pato de las montañas rocañosas y me hubiera quedado igual, porque era evidente que el contenido de la exposición no tenía la menor de las importancias ni para los organizadores ni para los visitantes. Las cartelas estaban a nivel de suelo, por lo que su lectura no era sencilla, a lo que se sumaba la tenue iluminación, sorprendente en una exposición de fotografía, procedente de fluorescentes colgando del techo cual chorizos en exactamente el mismo espacio a comienzos del siglo pasado.

Estaba claro que el verdadero objeto de la exposición no era su contenido, sino su montaje. Aparte de las lámparas colgantes, había una especie de chill-out en medio de la sala donde se proyectaba una cinta de más de una hora en versión original, que ningún visitante casual se va a parar a ver entera. En la mesa situada en el lateral de sala se incluía un código QR que remitía a una web que albergaba tanto la grabación como el resto de imágenes y textos, haciendo la exposición redundante. Muchas de las fotografías expuestas mostraban espacios similares a los de la instalación.

Hasta los más fervientes admiradores de la antropología visual se cansaron pronto de dar vueltas como gilipollas entre paneles abstrusos, así que nos fuimos rápidamente a beber unas latas a orillas del Manzanares (¿a quién se le ocurriría la gilipollez esa de Madrid Río?). Al salir de Matadero nos vimos deslumbrados por una gargantuesca estructura que consiguió despertar nuestra admiración con sus leds y sus pantallas flotantes. ¿Se trataba de una instalación del Matadero lo suficientemente interesante como para asignarle un espacio aparte y una partida presupuestaria excepcional? ¡NO! Se trataba del centro comercial que construyó Ana Botella aprovechando el soterramiento de la M-30.

Una de las pantallas del centro comercial anunciaba la exposición de la que acabábamos de salir. Entonces lo vi claro: la definición más precisa de cultura es aquello que necesita de subvenciones, incentivos y mamandurrias para sobrevivir. No era el centro comercial el que se servía de las técnicas e innovaciones de las instalaciones de arte contemporáneo, eran las instituciones de arte contemporáneo las que se estaban sirviendo de las estrategias y técnicas estéticas del centro comercial para su promoción. Lo que se me escapaba era el interés que podían tener las instituciones en intentar embaucar a la población para que visitaran sus montajes cuando los del centro comercial referido o los del Primark de Gran Vía son mucho más espectaculares, trabajados y conseguidos (y por consiguiente no necesitan promoción, de hecho se fletan autobuses desde otras provincias para visitarlos). Desde luego la motivación no es económica, ni tampoco laboral, los contratos de los trabajadores del Matadero seguramente violan varios puntos de la normativa laboral europea (olvidé mencionar que al acceder a la exposición, sin demasiado entusiasmo, un mediador nos explicó a grandes rasgos su contenido, supongo que se dieron cuenta de que este no era lo suficientemente evidente por sí solo y al sufrido trabajador no le quedaría otra que aceptar formar parte de la farsa si no quería quedarse sin trabajo. Sin duda un trabajador mejor pagado y cualificado se hubiera negado en redondo).

Llegué a la conclusión de que el motivo se debía simplemente a una concepción estetizada, sagrada, premoderna, de la cultura, y a una idea paternalista del papel de las instituciones culturales como iluminadoras de las masas populares por parte de las propias instituciones. Entonces concebí la idea de que el grado de sofisticación de una cultura se puede medir por su desdén hacia las consideraciones estéticas. Los turistas alemanes que calzan chancletas con calcetines ilustran con claridad mi teoría. Otro buen ejemplo de superioridad cultural lo representa el pragmatismo de los estadounidenses, a quienes no les tembló el pulso a la hora de añadir piña a la pizza, tal vez pensaran que con fruta sería más sana. Seguramente tanto en Alemania como en Estados Unidos cuando las instituciones culturales quieran dar a conocer la antropología visual a la población pondrán a su disposición todo tipo de información en internet, y se abstendrán de montar un cisco en un centro cultural, concebidos en nuestra monarquía bananera como nuevas catedrales laicas, templos fastuosos creados ad hoc para consagrar el carácter sacro del conocimiento, y que el profano se vea sobrecogido cuando llegue desde el Bershka engatusado por su aura. Existe la convicción de que estos templos contribuyen a la regeneración del entorno, como la llegada de la Iglesia a tierras bárbaras.

Cuando nos acabamos las latas, para hacer la gracia, decidimos acabar la velada en el nuevo bar del chino faxa (Chen Xiangwei), en el que todavía no habíamos estado (sí, es un lugar al que hay que ir por lo menos una vez). Nos sorprendió para bien, el espacio es más uniforme y la ornamentación está mejor distribuida que en el antiguo Oliva, se conoce que entre sus parroquianos debe contarse algún diseñador de interiores. Una vez allí conocimos a Mijail, un moldavo, fontanero de profesión, que se acercó a nosotros al oírnos hablar de socialismo y que era muy amigo de Chen, el cual le denominaba de manera despectiva y a la vez cariñosa con el apodo de el comunista. Aunque no era tan opuesto a las ideas de Chen como nos imaginábamos (aunque se nos presentó como socialista, pudimos intuir que al menos albergaba convicciones religiosas), ni él ni Chen tuvieron reparos en ponerse a charlar con nosotros. Nos estuvo ilustrando sobre Esteban el Grande de Moldavia, Pedro I de Rusia, las migraciones forzadas de Stalin, la Moldavia histórica, la viticultura en los campos moldavos, Transnistria, y otros asuntos de la historia y la actualidad moldava que nosotros desconocíamos. Cuando nos fuimos nos quiso invitar a una ronda y Chen nos regaló unas muñequeras con el nombre de su nuevo bar mientras nos manifestaba sus reservas sobre la eficacia de las mascarillas y la honestidad de las autoridades que las imponen. A pesar del páramo intelectual que supuso el Matadero, me acosté con el buen sabor de boca que deja haber aprendido alguna cosa nueva, y desde un centro de transmisión de saberes insospechado e improvisado en el que el montaje, aunque exultante, cumplía un papel secundario y accesorio. Me refiero obviamente al nuevo bar de nuestro nuevo amigo Chen. Este centro de la cultura sin duda sí que había contribuido a regenerar la vida intelectual del barrio, aunque nunca saldrá en los periódicos (al menos no por este motivo). Hoy echo un vistazo a la programación del Matadero: No sé qué sobre artesanía sostenible (¿la artesanía no es sostenible por definición?) y una caravana con neones para reflexionar sobre la alegría. Cuántas gilipolleces.


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