‘Propuestas para una mejora ultrarracional de la ciudad de Madrid‘ es un garbeo semanal que parte cada martes de una estación de metro distinta, barriendo el plano por orden de líneas y de norte a sur. Cada garbeo consiste en caminar por donde nos venga en gana y una visita a un bar local. En ellos conocemos al Pueblo en su salsa, interactuamos con él, cantamos a favor de la labadora, etc.
Aunque el calor entorpece la labor de la comitiva ultrarracional, continuamos trabajando, como cada martes, por la mejora de la periferia de Madrid. Esta semana, al salir de la estación de Canillas, nos encontramos, igual que la semana pasada, con un centro comercial. Nos preguntamos si en esta línea todas las estaciones dispondrán de su propia sede de ocio y consumismo.

Aunque nos tienta entrar en el centro comercial, nos resistimos y empezamos a caminar por la calle. Pronto nos daremos cuenta de que escapar del centro comercial es en vano, ya que en toda la tarde no hacemos otra cosa que dar vueltas a su alrededor. Comienza así uno de los garbeos más erráticos y multitudinarios de los últimos tiempos, donde somos más conscientes que nunca del impacto gentrificador nocivo (valga la redundancia) que tiene nuestra actividad turística.






















Canillas se resiste a la gentrificación: a los vecinos parece que no les gustan los patinetes.
Raspilla se siente obligado a ponerle remedio.



Agotadas tras nuestro garbeo, nos pedimos unas cervezas y la ya tradicional ración de braviolis, que en Canillas responden al poco original nombre de patatas mixtas. A pesar de todo, podemos afirmar con confianza que son las más ricas que hemos comido en todo lo que llevamos de línea 4, tanto que no podemos resistir pedirnos otra ración.
Nos lamentamos una vez más de que las paradas de la línea 4 estén tan juntas, porque en realidad llevamos semanas pasando por los mismos sitios y ya no encontramos nada que comentar ni que mejorar ultrarracionalmente. A falta de algo mejor que hacer, ponemos la oreja para ver qué se cuentan los caballeros de la mesa de al lado, a los que el camarero acaba de preguntar si quieren algo más.
—Hombre, pues si nos traes tres chicas guapas, ja ja ja —responden campechanos. El camarero duda de su capacidad para conseguirles ese producto fuera de carta, a lo que los caballeros añaden—: No, si a nosotros con que respiren nos vale.
No obstante, en cuanto se va el camarero los tres señores cambian de discurso radicalmente, como Ciudadanos, y se confiesan sus miedos más profundos, de los que transcribimos algunos fragmentos en nuestro cuaderno mientras seguimos hinchándonos a patatas:
Cuando llego a casa y está vacía y pienso me gustaría compartirla con mi amiga, ¿me la quiero follar? No. Llegar a casa tú solo, ver la tele tú solo, no escuchar ruido, ¿sabes? Mi casa es para dormir, sólo hablo con mi madre. La soledad es algo que llevo fatal. Los tíos somos muy sinceros los unos con los otros, nos contamos nuestras cosas. Con las mujeres es diferente.
Contagiados por la masculinidad tóxica de los ocupantes de la mesa de al lado, los tres hombres de nuestra propia compañía se sienten obligados a explicarle a Demófila cómo tiene que cortar la tortilla que acabamos de pedir para acompañar las patatas. A estas alturas ya estamos tan entristecidas e indignadas por la dictadura del patriarcado de la que parecemos no poder escapar que sólo nos queda la opción de pedir una tercera ración de braviolis y contactar con Cristo, cuyo número hemos encontrado antes pegado en una farola.

Pero Cristo no responde; debe de estar de vacaciones en Torremolinos y no tiene tiempo ni de venir a abolir el patriarcado ni de ayudarnos a darle un mínimo de coherencia narrativa a la crónica de este garbeo. Pero nuestra fe en Cristo, como en la periferia de Madrid, es inagotable, así que seguiremos ilusionándonos con la idea de que para la semana que viene nos habrá contestado y se lo podremos contar aquí. No por nada la próxima que nos toca visitar es la parada de Esperanza.
