En 1970, una multitud que se pierde en los confines de la foto muestra su adhesión al Gobierno en Madrid, con gentes venidas de toda España, entre enseñas nacionales puestas por el Gobierno y otras muchas traídas por los asistentes. Bocata desenfundado, porrón en ristre, los asistentes se encaraman a árboles y farolas para ver al jefe del Gobierno y mandatarios diversos.
Medio siglo después, una multitud que se pierde en los confines de la foto muestra su adhesión al Gobierno en Madrid, con gentes venidas de toda España, con una épica iluminación morada a cargo de Telefónica y el Ayuntamiento. Batukada desenfrenada, pancarta en ristre, lxs asistentes corean la resistencia al sistema junto a ministrxs del Gobierno y mandatarixs diversxs.
Los tiempos cambian, las multitudes permanecen: los capillitas de la hegemonía.


Los capillitas de la hegemonía confunden la moral del establishment con su antítesis. Creen que viven en un mundo dominado por la segunda y se involucran a tope con la primera, figurándose que su posición moral es combativa. Esta es la característica fundamental del capillismo.
Sin embargo, su interpretación del mundo está mediada por los sistemas de propaganda del poder económico (es decir, la prensa), que magnifican un pequeño problema social y lo convierten en amenaza total. Ante ella el establishment se presenta como salvador y garante del bien. El miedo es la forma más efectiva de control social, ante el cual todo ciudadano suplicará por un Leviatán más poderoso y feroz. Miedo: el infierno cristiano, el terrorismo islámico para EE.UU., la peña que usa Varón Dandy en España en 2021, etc. Pero, como sugiere Jeffrey C. Alexander en Poder y performance, «lo que se configura como problemas sociales es inseparable del sentido problemático con el que se inviste el mundo, sentido que como tal no es cierto, ni falso, ni verificable, ni falsable, con relación a unos «verdaderos» problemas y su «verdadera» solución.»


(Un caso concreto de los capillitas de la hegemonía son los anacroactivistas, que responden hoy a problemas del pasado. Aquí puedes leer más.)
Los capillitas de la hegemonía persiguen genuinamente el bien, pero su idea del bien viene definida por la moral hegemónica de turno, ya sea la tradicional-católica de antes o la progresista-humanista de ahora. Una moralidad no es peor o mejor que otra, solo más o menos adecuada a su tiempo, y es difícil salirse de la propia para evaluar las otras. Esta es otra de las características princpales del capillita de la hegemonía: está convencido de que su moralidad es superior al resto como quien está convencido que su pueblo es el mejor del mundo, y que el resto de opiniones son tan ruines, infundadas o malintencionadas que simplemente no merecen ser tenidas en cuenta, cerrándose a la escucha y el debate.
Por tanto, las personas que hay en la manifestación de 1970 son las mismas que hay en la manifestación de 2019 y viceversa. Peña que no dudará en respaldar al Gobierno correspondiente en recortes generales de derechos y libertades, que avalará que meta el morro en la vida privada de la población, que elimine lecturas «dañinas», que tome represalias penales contra los objetores y que acalle la voz de los disidentes, todo por una idea genuina de que están haciendo el bien. Lo cual es doblemente duro porque «la acción (buena o mala) dirigida al bien no encuentra límites en la conciencia de su agente, lo que lo convierte en un peligro público mayor que el del malhechor», sostiene el antropólogo Sócrates Rigo. Es decir, los moralistas de hoy son los moralistas tradicional-católicos de siempre, pero con muffins.
Como bien advierten Enrique y Ana: «Dentro de cada uno hay un bien y hay un mal, mas no dejes que ninguno ataque a la humanidad».