
A menudo se dice que quienes no son expertos en educación no deberían opinar sobre ella y esto me parece un error. Al fin y al cabo, todos hemos pasado por el colegio y tenemos una experiencia sobre la que elaborar nuestra opinión y además, quien más quien menos, intenta aprovechar algo de lo aprendido durante su paso por las instituciones educativas para postularse para un empleo, saber si el camarero le ha engañado con el cambio, descifrar un texto de Gustavo Bueno o intentar escribir un cuento imitando a Lydia Davis. Y no solo eso, porque durante aquellos años aprendimos, sobre todo, a tratarnos, a reconocer al otro y a escucharlo; lo imprescindible que resulta tener a compañeros cerca y lo distintos que podemos ser los que somos, en definitiva, iguales. Aprendimos promiscuidad (que es la capacidad para mezclarnos) y también empezamos a notar (y a tolerar) lo que más tarde sabríamos explicar (el único amigo cuya casa tiene piscina, el que aguanta con las zapatillas más viejas y desastradas).
Digo esto porque me voy a lanzar a opinar sin red, como Pinito del Oro, aquella trapecista de los años cincuenta cuyo nombre artístico anticipaba su ágil figura. No obstante, siempre he convivido con profesores y además no hace tanto —más bien muy poco— yo me estaba examinando de saberes, eso sí, muy específicos y que terminaban ofreciendo un resultado en megavatios.
Leo muchas quejas en las tribunas de la prensa seria: cada vez se sabe menos y se sabe peor. Escucho esas mismas quejas de los labios de quienes tengo cerca y portan tiza: los alumnos ya no saben ni escribir. Y así cómo va a navegar este país, qué rumbo va a tomar, si la tripulación apenas se maneja con la brújula (no digamos ya con el compás) y además quieren eliminar las matemáticas del bachillerato.
No es mentira. Tampoco es culpa de los profesores o de los alumnos. Mucho menos de una presunta falta de autoridad a la que —sólo señalo la ironía— suelen aludir los que luego reniegan de cualquier autoridad que regule lo que determinará los resultados de sus esfuerzos (y manejos) durante su vida de adultos —me refiero al Mercado—.
Por su lado, tienen su parte de razón quienes señalan que hoy los alumnos se encuentran con un territorio devastado por las sucesivas crisis, con una confusión de paisajes y de signos difíciles de desentrañar. Que se han complicado enormemente las relaciones entre saber práctico y académico, entre alta y baja cultura, que la vida (habrá quien diga “el capital”) somete y agota en su propia reproducción casi todos los recursos: queda poco (tiempo, dinero, energía: a menudo son lo mismo) para aprender o comprender lo aprendido y nuestras existencias son cada vez más estrechas. Y sin embargo.
Sin embargo, pasamos o hemos pasado una cantidad de horas enorme en el pupitre (o, ahora, frente al ordenador: confío y espero que se trate de algo temporal y ni siquiera transitorio). Sin embargo, muchos de los que padecen los síntomas que mencionaba y mencionan tantos profesores (sobre todo la incapacidad para trabar el pensamiento, dotarlo de hebra y estructura, darle forma de texto) dispusieron de tiempo (y dinero) para mantenerse dentro del sistema educativo durante años, obteniendo y acumulando títulos. Han pasado por la universidad y han aprobado.
¿Qué ocurre entonces?
Cualquier asignatura es la burocratización de un saber. El primer vicio del burócrata es la taxonomía y disfrutará levantando altos muros entre los saberes y conservándolos en compartimentos estancos entre los que es difícil establecer flujos: esos caudales —y sus fértiles orillas— que existen entre la Física y la Literatura o la Biología y las Matemáticas y pueden pasar desapercibidos durante muchos años de estudio de la una o la otra.
Además, con la burocratización, ya se sabe, todo se degrada y lo que era apasionante se convierte en útil y lo útil pasa a ser aburrido. Las matemáticas son un buen ejemplo de esto y, además, en estos días de tiempo logarítmico (que se acelera y adensa en la margen derecha de los gráficos) y progresiones urgentes y geométricas, merece la pena detenerse en ellas.
Las matemáticas nos llegan —en primaria y secundaria— convertidas en una colección de fórmulas prácticas para resolver problemas y de procedimientos bastante aburridos y difíciles de comprender —si es que se intenta—. Es poco, y posiblemente no lo atisbe hasta el final del bachillerato, lo que indica al estudiante que las matemáticas son una gramática al menos tan rica como la que estamos usando ahora mismo (la que organiza estas palabras); un lenguaje que permite expresar casi cada fenómeno del universo no sólo cuantitativamente —la primera intuición que tenemos es la de que las matemáticas tratan de números— sino cualitativamente.
Resulta muy fácil defender las matemáticas recurriendo a ejemplos concretos de sus utilidad; diciendo que para construir un tejado hace falta calcular su gradiente, pues será la zona a reforzar —la de máxima inclinación, por allí correrá el agua— para evitar las goteras. Pero una defensa así, que alude tan solo a la gran cantidad de aplicaciones prácticas —desde la programación hasta la epidemiología, pasando por la música— que tienen, se quedaría tan coja como una reivindicación del Quijote basada en que es una buena guía para recorrer a pie la comarca de la Mancha sin perderse entre caminos.
Los saberes humanísticos tampoco corren una suerte mejor: relegados a comparsa y acompañamiento pintoresco de la técnica, uno conoce a muchos licenciados con la idea de que la cultura es una forma de entretenimiento elevado y que otorga distinción, útil porque señala a quienes tienen buen gusto: marca y separa. Otros piensan que se trata de un cuerpo que se puede forzar y retorcer hasta la luxación buscando justificar con ella —obtener gracia o absolución en su nombre— cualquiera de sus ocurrencias.
Lo comentaba con mi novia (profesora de diseño): son muy pocos los que terminan sus estudios —especializándose en cualquier disciplina— habiendo entendido que las matemáticas y la literatura forman parte de lo mismo. Que, como dijo Umbral quizá citando a alguien, “depurar el estilo es depurar el pensamiento” y que para un ingeniero es tan importante conocer las iluminaciones y los recovecos que explora la poesía como para un poeta tener noticia de cuánta información contiene —y con qué belleza— una ecuación diferencial.
Siempre es oportuno acordarse del romano que dijo “nada humano me es ajeno” y es que no hay satisfacción mayor —me dice ella que enseña— que descubrir a un alumno —son muy pocos— que, antes de abordar las cuestiones prácticas de sus trabajos, lee a los filósofos que intentan desentrañar lo que anima —dota de alma— las acciones que tendrá que llevar a cabo para completar su ejercicio.
Habría que insistir mucho en que todas las obras humanas —desde las novelas de Víctor Hugo a una chaqueta o una presa— contienen y producen sentido. Habría que explicar que las asignaturas no son más que los materiales con los que somos capaces de levantar esas complejas estructuras de sentido —en algunos casos, además abrigan o forman embalses—. Que en todo lo que hacemos hay ritualidad y trascendencia, que la practican incluso los que no lo han notado y que no se puede escapar de ellas. Que pensamos mediante gramáticas cuyas fronteras se confunden, que los límites entre disciplinas no existen cuando algo se examina en profundidad, y que, al final, todo forma parte de un mismo afán, de la misma enorme y noble aventura inconclusa. Una travesía cuyo destino está mucho más allá de aprobar sociales, inglés o mates.
Y, por si hay quien se ha quedado con ganas del salto mortal, seré sincero: si de mí dependiera reduciría, en primaria y secundaria, todas las asignaturas a una (que lo abarcaría todo) y un cuarto (las herramientas: lógica, programación y operaciones, hacer raíces cuadradas con lápiz y papel). Como si fueran pastillas de éxtasis.