Crimen, testosterona y fracaso

El tema candente de estos días es, con razón, la violencia de género. Dejan rastro tantos artículos sobre el estremecedor asunto de La Manada -como este relato de la Fiscalía- o el truculento caso de Jessica, un hecho terrorífico no solo por las circunstancias del acto, sino por la cantidad de denuncias que había hecho la asesinada.

Más allá de que el primer caso sea una violación y el segundo un asesinato, es interesante que nos percatemos en una cosa: ¿por qué se habla del perfil psicológico de los agresores y no de su perfil sociológico? Ya a simple vista se ven cosas que no refieren a actos psíquicos individuales y azarosos, si no a verdaderos algoritmos y regularidades palpables: afinidad a las fuerzas de seguridad y el ejército o a “comandos A.C.A.B”, hinchas de fútbol, culto al cuerpo, vanidad excesiva, ideologías «reaccionarias», «derechistas», música degradante, uso de la tecnología como prótesis para aumentar el poderío, etc.

Ninguna de estas causas basta para hacer a un violador, pero define una hombría entendida desde el punto de vista más primitivo, como el que hace falta para sobrevivir en la jungla: fuerza física, poder, dominio, ley y orden, adhesión a la tribu, etc. Como sostiene el artista británico Grayson Perry, que abordo el problema de la violencia de los varones jóvenes en su programa All Man, «las tribus africanas tenían una manera de tratar ese exceso de masculinidad, pero hoy no hay donde ir con esa fuerza primaria. No hay ritual, no hay un sistema con el que descargarse de ella».

A decir verdad, sí que existen rituales. El fútbol es uno de ellos y hoy se habla de tal o cual jugada en los mismos términos en los que antes se hablaba de tal o cual batalla. Y, llegado el caso, se pasa de la dialéctica de los gritos a la de los puñetazos, y se cae alguien al Manzanares. Bien: sobra gente.

Hay otros rituales peores, porque son más transversales. Es el caso de San Fermín, una fiesta brutalizante donde el exceso de vino barato (et.al.), unido a una música deshumanizante y un entorno de crecientes orines y vomitinas lleva al ser humano a una regresión genética semejante a la del film Altered States.

Tampoco ir a San Fermín convierte a alguien en violador, claro. Pero es el lugar para que florezcan actitudes primitivas no superadas en personas de las características de La Manada, al último grito de la moda en sus peinados, cuyo efímero estilo en el vestir define su afán de pertenencia a la tribu, y cuya relación con la sociedad es puramente física, de músculo y motor. Personas cuyo afán estético es nulo, cuya búsqueda vital no va más allá de pasar su genoma al máximo número de úteros posibles, que pueblan barrios degradantes de sol y cemento, y cuyo interés cultural se puede encontrar en la señal de televisión. Y que, por tanto, nunca podrán relativizar su propia condición. Independientemente de si son culpables o no, esto ya valdría para condenarlos a trabajos forzados.

Por ejemplo, es curioso como Imanol, el asesino e Jessica, utilizaba frases de su signo astrológico (Aries) para justificarse, así, cuando pegaba a su pareja citaba algo que decía por las redes sociales: «Aries, no eres vengativo, eres justiciero, que es una cosa muy distinta» (fuente). Como analiza Theodor Adorno:

De este modo, la astrología es expresión del impasse que atraviesa la división de trabajo intelectual, no sólo en términos objetivos, de acuerdo con su estructura intrínseca, sino también subjetivamente, dirigiéndose a aquellos cuyas mentes han sido condicionadas y deformadas por esta división del trabajo. La moda astrológica se puede explicar principalmente como la explotación comercial de este marco mental, tanto presuponiendo como corroborando tendencias retrógradas, en la medida en que es parte y parcela del patrón omnicomprensivo de la industria cultural; de hecho, la ideología específica promovida por una publicación como la columna de Los Angeles Times es en muy gran medida la misma que la que emerge de las películas y la televisión (…)

Por lo general, los agresores son gente frustrada y con vidas muy pequeñas, ansiosos de llevar la vida de las clases dominantes pero atrapados en una existencia miserable en sitios recónditos. Muchos están en paro o en trabajos completamente alienantes. Incapaces de sentir ya empatía por absolutamente nada, parece que intentan regocijarse en la brutalidad: borracheras brutalizantes con gente brutalizada, conversaciones brutalizantes, películas brutalizantes, hobbies brutalizantes, etc.

De estas formas de regocijarse hay una particularmente dañina: buscar personas más débiles físicamente que ellos. Pero he aquí la sorpresa: cuando la víctima se destaca como más fuerte moralmente, cuando «sale adelante», el tipo ya lo tiene claro: lo mejor es matar a esa persona y suicidarse. «París o para mí o para nadie». No puede soportar que esa mujer que usó como un muñeco-fetiche para compararse y salir ganando sea mejor y más fuerte que él mismo. Ahí se destapa la venganza que lleva dentro toda persona genuinamente resentida. Y esta relación entre «espíritu de venganza» y «resentiment» es algo que les sonará a los ávidos lectores de Nietzsche.

Pero una cosa es clara: no se trata ni de enfermos mentales ni de gente con «personalidades extrañas», al contrario, parecen los más sanos y se mueven por el mundo como pez en el agua. También es cierto que solo hace falta encender la televisión unos minutos para darse cuenta de que está hecha para enfermos mentales, o por lo menos para clasemedianos brutalizados a los cuales ya se les trata como a una especie de niños; como si ya se adjudicara desde el canal de televisión que el espectador ha perdido cualquier atisbo de mayoría de edad y que es un contenedor sin capacidad de filtrar o asimilar críticamente cualquier información. Es en parte este carácter infantil, casi de «juego» el que hace oscilar a los agresores de la liviandad y el chiste a la tragedia más absoluta, en una especie de histeria llena de mitología, y como buen niño, siendo incapaz de adelantar las consecuencias de sus hechos.

Habrá quien diga que estas personas son «hombres perfectos del patriarcado», «machirulos». Pero no son solo eso: son también el clasemediano perfecto, el clásico engendro moderno, el chimpancé con revolver: egoísmo, sed de poder, carencia de inteligencia y empatía, uso de tecnologías que no comprenden, mitologías de rapiña, incapacidad para pensar en el pasado y extraer alguna conclusión, así como imposibilidad para pensar en las consecuencias de los actos del presente respecto al futuro, y brutalización.

Pero desde el teclado condenamos muy cómodamente a La Manada. Cuidado: en realidad es La Manada la que nos está gritando a nosotros desde la cárcel que no hagamos de nuestras necesidades no resueltas nuestra particular piedra de Sísifo, ya sea con el sexo, el alcohol, el Primark, la Coca-Cola, el ego, el dogma, el [rellene a su disgusto]. Y si el perfil de La Manada es de agresión física, otras capas de la sociedad pueden agredir de forma mucho más sutil: lo masculino se «gentrifica» según sube en la escala social, se camufla como sentido común y se convierte en lo normal por defecto.

Porque todas somos clasemedianas. Todas somos La Manada.


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