Disney World, o los intermediarios con Dios

La Grasa diversa

Vivir en Florida y tener un pase estacional para Disney World suelen ir de la mano. La Disney está más que contenta vendiendo pases baratos para residentes con tal de que vayan en temporada baja y no asusten a los turistas, y como estamos a sólo un par de horas de Orlando mi mujer y yo hemos acabado usándolos de manera relativamente habitual. En noviembre del año pasado estuvimos en Disney World por última vez en mucho tiempo, y durante esa última visita estuve tomando algunas notas sobre una extraña tradición que me ha llamado la atención desde el primer día.

Vaya por delante: siempre le he tenido muchísima manía a la Disney, incluso cuando era niño. Si inicialmente su sacarina y su sirope eran las que me causaban una reacción alérgica, de adulto han sido más bien sus políticas laborales o su lobbying sobre propiedad intelectual las que me han hecho tenerles tirria. Mis primeros fines de semana en Disney World consistieron en refunfuñar y mascullar sobre neoliberalismo y la Alemania Nazi mientras mi mujer y mis amigos se lo pasaban teta, como si yo fuese el mismísimo Enano Gruñón o el viejo cascarrabias de Up. No le vendí mi alma a la Disney hasta que descubrí hace unos meses la gloria de las montañas rusas, a las que siempre les había tenido miedo y que ahora se han convertido en adicción y por las que aguanto los edulcorantes que haga falta aguantar.

Por supuesto no todo el mundo va a Disney con estos pases para arrastrados que nosotros tenemos. Hay familias que ahorran durante años para pagar el dineral que supone la experiencia completa para toda la parentela, experiencia milimétricamente diseñada que comienza ya en el aeropuerto y que continúa en el hotel Disney, el restaurante Disney y en uno o varios de los seis parques temáticos que forman Walt Disney World. Sí: seis. Para quien tenga problemas imaginándose el tamaño del lugar: Walt Disney World es una ciudad prácticamente autosuficiente, con hectáreas y hectáreas de fábricas e invernaderos, con su propia red de carreteras interna, y que ocupa una superficie equivalente a la de la ciudad de San Francisco. Ahí es nada.

Entre estos peregrinos que se dejan la piel para que sus niños puedan pasar un fin de semana en una ciudad construida a su medida hay una tradición peculiar: la de las camisetas a juego. Como en las despedidas de soltera, pero normalmente con algunas más referencias a Blancanieves y con algunas menos a comer pollas. Si tuviera que decir a ojo cuánta gente lleva camisetas a juego, diría que tranquilamente un noventa por ciento de los turistas. Desde las parejitas con sus camisetas de Mickey y Minnie hasta las familias numerosas con los nombres de los siete enanitos a sus espaldas, los fans de Disney muestran su devoción por la propiedad intelectual de su preferencia de la manera más estridente posible. Y a veces llevan también tutús a juego, aunque ahí ya no entro.

Familia y dignidad

“Ella es mi Bella Durmiente”, rezaba una camiseta en la que el cani de turno llamaba vaga a su novia sin percatarse. “Abuela Disney”, decía otra, causando que inmediatamente me pusiese a buscar a mamá Disney, papá Disney y los niños Disney, que evidentemente estaban haciendo cola para sacarse una foto con Donald. “Disney y alcohol”, decía una camiseta algo más políticamente incorrecta cuyo dueño indudablemente venía del cercano Epcot, el fallido parque temático retrofuturista donde hoy en día los universitarios locales van a emborracharse. “Que la Fuerza acompañe a mi familia”, remataba otra recordándome que la sombra de Disney es cada vez más alargada. “Nada que Disney y Starbucks no puedan arreglar”, leían las camisetas de los ganadores del premio a la familia más blanca 2017.

¿De dónde salen todas estas camisetas? Hay unas cuantas tiendas de Etsy especializadas en “vida Disney” que las venden, y en los propios parques se pueden encontrar versiones grises y desindividualizadas de estas, pero la mayoría son diseños caseros, a menudo con los nombres de todos los miembros de la familia. La primera vez me resultó algo estremecedor, como si estuviese rodeado de ultracuerpos, pero ya he asimilado que esa reacción fue completamente etnocéntrica. Supongo que en el fondo no es nada que sea muy diferente de los trajes de baturro y baturra que las familias zaragozanas llevan a la ofrenda de flores cada 12 de octubre. ¿Qué más da si vamos uniformados a llevarle la ofrenda al Trozo de Madera que intermedia con Dios o al Peluche Gigante que lo hace con el Capitalismo?

¿Creíais que algo de esto era inventado?

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