Anoche el sheriff del condado entró en el bar del pueblo y pidió silencio. Iba vestido de calle, que en su caso habitualmente quiere decir pantalones vaqueros, botas de cowboy, camisa azul y una sonrisa arrogante que forma parte perenne de su indumentaria, esté de servicio o fuera de él. Normalmente encuentro gracioso que la existencia de un “sheriff del condado” sea algo que ahora forme parte de mi día a día, pero anoche el comisario no tenía cara de muchos amigos. Cuando los escasos susurros se convirtieron por fin en silencio, el sheriff guardó un par de segundos de silencio dramático y nos explicó que venía a pedirle a los parroquianos que consideraran sacarse la licencia de open carry, la que te permite llevar armas a la vista en la vía pública, con tu pistola en una cartuchera o haciendo malabares con dos subfusiles si así te apeteciera. Hoy más que nunca era necesario, continuó. “Estamos en guerra. En guerra contra el Islam.”
Esta mañana he escuchado un chismorreo de boca de dos chicas en la universidad comunitaria donde intento sacarme un título. Yo me bebía un café sentado en un sillón del vestíbulo y ellas charlaban encendidamente. Había entre nosotros una maceta con una inmensa palmera de interior, separándonos y ocultándonos. Hablaban abiertamente, sin ser conscientes de que yo me encontraba a menos de dos metros de ellas. El drama que debatian era que Rebecca, la hija menor del sheriff (rubia, blanca, directora del coro, jefa de animadoras, reina de las fiestas, chica más popular, influencer más importante en su franja de edad), había colgado en Instagram una soflama a favor del «muro» de Donald Trump y en el instituto del pueblo había estallado la guerra digital. Algunos estudiantes mejicanos (en su mayor parte de segunda generación pero alguno de ellos inmigrante ilegal) se habían enfadado y habían respondido al mensaje de Rebecca, llamándola racista y cosas peores; por supuesto, pronto los amigos de Rebecca les habían puesto en su sitio y les habían recordado que la libertad de expresión era lo que separaba a los americanos de bestias como los fascistas o los comunistas. “Yo lo entiendo”, decía una de las chicas. “Lo que no tiene sentido es que los demócratas vengan ahora a intentar quitarnos el dinero que nosotros hemos ganado y a dárselo a los que vienen de fuera a -no te engañes- matarnos. Rebecca tiene toda la razón del mundo y me alegro de que lo haya dicho en voz alta. Trump es la única esperanza que le queda a la clase trabajadora americana”. La última frase ha sido en español. Me he inclinado un poco y he visto la cara de la chica que hablaba: mejicana, de segunda o tercera generación. Su cara me sonaba de verla trabajando en el Taco Bell local en turno de noche. “Mis padres lo hicieron todo por lo legal, ¿y ahora Hillary quiere legalizar a todos los criminales que se han colado por la frontera? Ni lo pienses”. He cogido mi móvil, he buscado La Internacional en YouTube y la he puesto a todo trapo. Por joder. Joder es lo único que me queda. Las chicas se han levantado y largado tras dirigirme una mirada de asco que me ha reconfortado durante varios minutos. Antes de que me acabara el café, mi amigo Danny me ha mandado un mensaje de texto. Aparentemente anoche me fui del bar antes de que el sheriff terminara su arenga. “Si alguien se os acerca por la calle hablando en un idioma que no sea inglés, disparad primero y preguntad después”, le dijo en confianza a la mesa donde se sentaban los trabajadores del rancho local.
Llego al trabajo tras una hora de coche por la interestatal, viaje durante el que he contado cinco coches con pegatinas pidiendo el voto para Trump, una de ellas con evidentes faltas de ortografía y todas menos una en vehículos que lucían orgullosamente banderas confederadas. William, el aprendiz con el que trabajo ahora, tiene diecisiete años, un expediente criminal tan largo como mi brazo y lo que en mi profesión llamamos “minusvalía mental y emocional”. Le gustan los coches, los deportes y las mujeres con las tetas grandes. En España seguramente leería Marca y vería a los Manolos hablar de fútbol, pero aquí tiene formas de expresión mucho más abiertas a su alcance. “No me fío de los mejicanos”, me dice de repente. Le pregunto que por qué. “Vienen todos a robar, a violar y a matar”. Evito centrarme en la ironía de que el equivalente local a El Vaquilla me esté dando lecciones de crimen y castigo, y le recuerdo que yo también soy extranjero. “Pero es distinto. Tú eres español”. Me alegro de que por fin entienda que España y Méjico no son lo mismo. Me costó meses explicárselo. Aunque hay gente que tiene el doble de coeficiente intelectual que William y tampoco lo entiende, así que tampoco se lo tengo en cuenta. “Tampoco me fío de los negros.” Añade rápidamente: “Excepto de Mister Lamar. Él es colega.” Lamar, nuestro otro compañero de trabajo, suspira e intenta ignorarlo. Su habilidad para no ofenderse nunca deja de sorprenderme. Cuando el ex-marine que trabaja en la gasolinera me pregunto que por qué bajaba a pagar yo y no “el negro”, ni pestañeó.
Vuelvo al bar. Mis amigos liberales están hablando de la última ocurrencia de John Oliver en televisión, riéndose de Trump y de su megalomanía. Pienso que Oliver predica a los conversos, que convence a la América liberal de que todo va a ir bien. Hillary, la mujer de los drones y los correos clandestinos, nos salvará de Trump, el nazi esbirro de Moscú, y así los blancos bienpensantes podrán volver a su vida normal, a poner el grito en el cielo porque en las películas de Hollywood no haya la suficiente representación de mujeres y minorías, a ofenderse porque el cine por ese lado refleje el mundo real y no el que nos gustaría que existiese, exigiendo su opio a gritos. No digo nada. “Esto es sólo el efecto de la convención republicana”, dice Danny. En la tele Nate Silver está dando a Donald Trump ganador con un 53% de los votos si las elecciones se produjeran hoy. “Va a estar muy justo, pero no va a ganar”. Hace dos años Danny me decía en esta misma mesa que era imposible que Trump se presentara a las elecciones. Hace menos de un año que era imposible que ganara las primarias y fuera el candidato republicano. “Eso si la gente no vota a Jill Stein o a Gary Johnson”, añade a continuación. “No quiero ni imaginarme que volviese a pasar lo de Nader”. Con eso se refiere a los votantes de izquierdas que hace dieciséis años votaron a Ralph Nader, candidato del Partido Verde, durante las elecciones que ganó George W. Bush. En la narrativa del partido demócrata el culpable de la derrota y por ende de todo lo que W trajo consigo fue Nader: no fue culpa de que Al Gore fuera un candidato funesto ni de que W supiera meterse en el bolsillo al electorado más conservador, no, sino de los que decidieron que estaban hartos de votar al menor de dos males. Quiero gritar. Me pido una Yuengling, la única cerveza que tienen aquí que vale la pena, y meto un billete en la jukebox mientras me la sirven. The End, de The Doors. Demasiado apropiada.
Pedaleo de vuelta a casa, pensando, y veo decenas de carteles electorales clavados en los jardines de los pequeños hogares suburbanos que forman el barrio donde vivo, junto a barbacoas, piscinas de plástico y neumáticos viejos. Vote a Alice MacAllister para la junta escolar. Elija a John Bradford como recaudador de impuestos. Vote a Ray Barnard como sheriff del condado. Claro, me había olvidado. El sheriff actual se presenta a la reelección (algo que en su momento me sorprendió, que sheriff fuera un cargo electo, pero que ahora me resulta igual de aberrante que cualquier otro engranaje de nuestros sistemas democráticos liberales). Lo que vimos anoche en el bar fue un acto electoral. Trump nos ha enseñado muchas cosas. Para empezar, que es muy sencillo sembrar el miedo cuando te lo ponen todos tan fácil. Y en eso todos estamos ayudando a Trump. Cuanto más nos reímos de las clases trabajadoras por votar al candidato antiestablishment más le ayudamos. Cuanto más os reís desde fuera de la estupidez de los americanos (¡son tan ignorantes!, dice el señor que votó a Rajoy el mes pasado y que cree que Boccaccio es una opción de menú en Pans&Company), más votos le dais al candidato que dice que America para los americanos y que los de fuera son todos unos cabrones. No hay salida. Todo le da poder a Trump. Su flequillo se ha convertido en el Gran Atractor, en un agujero negro que devora la cultura popular y la opinión política con igual gusto y que la excreta en forma de una extraña masa viscosa de la que nos alimentamos todos, que para explicar su Recto Blanco acabamos citando a Max Weber con la misma vehemencia que a George Lucas.
Mientras sigo pedaleando imagino al Trump transhumano, un inmenso altavoz de centenares de megavatios de potencia unido a una glándula suprarrenal en constante excitación y controlado por una red neuronal alimentada a base de discursos de bar, de películas de romanos, de comentaristas deportivos. Un Trump que reine para siempre, aunque no gobierne. Porque incluso si no sale elegido, Trump ya ha ganado. Nos ha hecho a todos cómplices del proceso, a todos un poco Trump, parte entrelazamiento cuántico, parte polvo rápido y sucio en el baño de empleados. El sheriff Barnard es un perfecto avatar de Trump. La pequeña Rebecca Barnard siente su ropa interior humedecerse cuando nombran a Trump. El histriónico John Oliver vive a costa de hacer chistes de Trump. Mi amigo Danny, con su complacencia de trilicenciado blanco, es tan parte de las bases de Trump como el barbudo analfabeto que grita que para mejicano bueno el mejicano degollado. Y Hillary por supuesto que es Trump. América ha comprendido por fin que su excepcionalismo es Trump. Todos somos ya Trump, y nuestro pelazo augura un futuro prometedor.