El buen colapso

Hace poco se publicó en El País un artículo deplorable donde se recogían al tuntún reflexiones sobre el coronavirus de pensadores españoles que se sitúan en marcos ideológicos muy diferentes. En ese popurrí de consideraciones descontextualizadas se encontraban las siguientes palabras atribuidas a Manuel Cruz:

“La historia de la humanidad puede entenderse como una especie de carrera contra lo que no podemos controlar. A estas alturas hemos conseguido un enorme poder científico y tecnológico sobre la realidad, aunque eso tiene un efecto perverso: cuando creíamos que lo podíamos todo, la naturaleza nos pone en nuestro sitio. (…) Si la ciencia descubre una vacuna, posiblemente nos reforcemos aún más en esa fantasía de invulnerabilidad que hemos ido creando. Si por el contrario en EE UU empieza a morir mucha gente, por ejemplo, la lectura podría ser que el capitalismo es un infierno”.

Hoy somos capaces de destruir el mundo, ¿cómo no vamos a creer que somos omnipotentes y que todo depende de nuestra voluntad?

Efectivamente, el Covid-19 parece haberle recordado al capitalismo lo que siempre había estado muy presente bajo otros sistemas económicos menos desarrollados: a saber, que los individuos se representan sometidos a leyes (de la naturaleza, divinas, etc.). Ahora bien, el capitalismo nos hace creer que somos los creadores del mundo dado que nos permite sortear hasta las consideradas por mucho tiempo leyes divinas, como la fijación de las especies e, incluso, aliñar con frambuesas congeladas los gin-tonics. El capitalismo nos hace sentir como Jep Gambardella, protagonista de La gran belleza, cuando dice: “Yo no quería ser simplemente un hombre mundano, quería ser el rey de la mundanidad y, desde luego, lo conseguí. No solo quería participar en todas las fiestas, quería tener el poder de hacerlas fracasar”. Hoy somos capaces de destruir el mundo, ¿cómo no vamos a creer que somos omnipotentes y que todo depende de nuestra voluntad?

El Covid-19 ha hecho temblar por un instante la confianza del capitalismo en su omnipotencia. Como sugiere Manuel Cruz, probablemente esta “fantasía de invulnerabilidad” quedará reforzada con el descubrimiento de una vacuna. O, como apunta Byung-Chul Han en relación a las técnicas de vigilancia digital aplicadas en los países asiáticos, “el virus no vencerá al capitalismo”. Entonces, ¿qué impide a la(s) izquierda(s) anticapitalista(s) abrazar el cinismo y desear que el virus haga estragos entre la población para que prolifere la lectura de que “el capitalismo es un infierno”?

Hace tiempo que la izquierda ha renunciado a la confrontación antagónica. Prefiere la confrontación agónica, retórica, que se produce en el teatro de la política.

Por supuesto, la pregunta ofende. Quizás una vieja concepción de la izquierda pueda arrojar algo de luz. La izquierda hace tiempo que teme al pólemos. Hace tiempo que ha renunciado a la confrontación antagónica. Prefiere la confrontación agónica, retórica, que se produce en el teatro de la política. Como diría José Manuel Bermudo, la izquierda ha caído víctima de lo que Heidegger caracterizó como la subjetivación del mundo, del subjetivismo, de la hegemonía de la subjetividad. La izquierda no puede ni plantearse abrazar el cinismo porque se presenta a sí misma como un conjunto de valores, como una opción más de la subjetividad libre y voluntaria. ¿Acaso, como sugiere Bermudo, el nombre del partido “Podemos” no constituye una rotunda afirmación de la voluntad, no participa de la confianza en la omnipotencia capitalista? En definitiva, todo parece depender de la voluntad política, no hay sitio para la objetividad. Sin embargo, vale la pena remarcar que “la fe en nuestra subjetividad tiene sus determinaciones fuera de nosotros”, en la objetividad. La izquierda está contagiada del lenguaje, de la ideología, de la visión del mundo del capitalismo. Nada nuevo, ya que “las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época”, como explicaba Marx en La ideología alemana.

Las respuestas de la izquierda subjetivista ante la crisis del Covid-19 han sido las de siempre: ¡tenemos que reinventarnos! ¡Vamos a construir espacios! ¡Propongo proponer propuestas! ¡Mi idea de izquierda contempla algunos valores insignificantes que tu idea de izquierda no contempla, luego mi idea de izquierda es mejor! Etc. En el plano de los pensadores hemos podido leer el ya clásico artículo de Slavoj Žižek (que ya ha escrito su libro sobre el asunto; parafraseando a Hegel, se podría decir que “el gallo canta al romper la aurora”) sobre la nueva y definitiva oportunidad comunista. El trivial artículo de Yuval Noah Harari pidiendo unidad. Los correspondientes artículos, en sus respectivas líneas de siempre, de Giorgio Agamben y Roberto Esposito de ya hace casi un mes. Curiosamente, Byung-Chul Han, quien ofrece, como mínimo, un original análisis del Big Data planteando la supuesta dicotomía entre derechos y eficiencia, concluye su artículo con una dosis de subjetivismo abrumadora:

“No podemos dejar la revolución en manos del virus. Confiemos en que tras el virus venga una revolución humana. Somos NOSOTROS, PERSONAS dotadas de RAZÓN, quienes tenemos que repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo, y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad, para salvarnos a nosotros, para salvar el clima y nuestro bello planeta.”

De hecho, en la conclusión de Han se vislumbran destellos de algo diferente de la mera voluntad política subjetivista. “Confiemos en que tras el virus venga una revolución humana”. El filósofo surcoreano solo contempla la posibilidad de actuar una vez haya pasado todo, “tras el virus”. De algún modo, la misma desconfianza que el Covid-19 ha generado en la omnipotencia del capitalismo también ha contagiado a una izquierda que ya estaba impregnada de subjetivismo. Dicho de otra manera: una conciencia de izquierda que renuncia a un concepto de sí en el que se incluyan determinaciones objetivas está condenada a debilitarse cuando el subjetivismo capitalista se debilita. Antonio Diéguez percibe en los aplausos vespertinos un gesto filosófico, un reconocimiento a la solidaridad. Romantiza la precariedad. Según lo dicho, estos aplausos encarnan más bien la desidia y la impotencia ante una solidaridad impostada (como si las personas que “se juegan la vida para salvar a otras personas” no fueran asalariadas y precarias). El de los aplausos es un ritual hipócrita, como lo es cualquier gesto ético motivado simplemente por la proximidad espacio-temporal de los fenómenos. Como decía, el margen de acción de esta izquierda impregnada de subjetivismo se ve arrasado junto al declive de la capacidad de acción del capitalismo. Otro síntoma de todo esto es visible en los ingenuos carteles dibujados por niños y colgados en los balcones en los que se ve un arco iris y se lee la frase “todo va a salir bien”. Recuerdan a la frágil tienda de campaña hecha con palos de la película Melancholia de Lars von Trier: es evidente que no va a proteger a nadie de la colisión inminente pero tiene efectos somáticos.

Significativamente, Byung-Chul Han estipula cuáles serán los retos “tras el virus”: “repensar y restringir el capitalismo destructivo” y “salvar el clima y nuestro bello planeta”. Es decir, todos sabemos que en el horizonte brilla un colapso climático y capitalista inminente. Los que aplauden pensando que la acción sólo es posible “tras el virus”, que por otro lado también era previsible, ¿por qué creen que frente a esos futuros colapsos sí van a poder actuar? Más bien parece que cuando el colapso climático empiece a causar grandes catástrofes, nos sentiremos más impotentes si cabe y algunos escribirán que el capitalismo será derrotable “tras…”. ¿A quién aplaudiremos entonces? Se podría decir, citando a Star Wars, que “así es como muere la libertad: con un estruendoso aplauso”.

Nuestra pueril veneración de la solidaridad de poco sirve frente al capital apátrida e “insolidario” que no quiere pagar el costo de su propia reproducción.

La mayoría de artículos que reflexionan sobre esta crisis se enmarcan en las supuestas dicotomías entre autoritarismo o democracia y aislamiento nacionalista o solidaridad global. Sin embargo, la crisis del Covid-19 hace más explícita que nunca una contradicción que lleva años produciéndose en el seno del capital. Como advierte Bermudo: el capitalismo está rompiendo el pacto, está dejando de sostener a las sociedades que necesita para su propia reproducción. Lo percibimos como un mero efecto de su propia corrupción pero la realidad es que el capital está mutando. Deberíamos darnos cuenta de que nuestra pueril veneración de la solidaridad de poco sirve frente al capital apátrida e “insolidario” que no quiere pagar el costo de su propia reproducción. En lugar de esperar o aplaudir, los que quieran “salvar nuestro bello planeta” deberían prestar atención a esta contradicción. Parece como si para algunos la crisis del Covid-19 no fuera un colapso a la altura de nuestra omnipotencia. Este es el verdadero cinismo, el de los que aplauden y esperan el colapso correcto, el que les dé la razón, el del “te lo dije”, el buen colapso.

 

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2 ideas sobre “El buen colapso”

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