El cabrón de Rajoy

– A ver, Mariano, explícamelo otra vez.

Atardece sobre Moncloa. El tiempo pasa premeditadamente, como con mala intención. Los gorriones vuelven a sus nidos dejando pequeñas e invisibles espirales de smog a su paso. Los oxidados vagones de metro chirrían y se desplazan con lentitud en dirección a los ataúdes temporales de decenas de temporales cadáveres. Muere una vocación y nace una ambición en la cercana Ciudad Universitaria, sin que nadie se dé cuenta de la desaparición de un alma. En un semisótano, Mariano Rajoy sonríe cruzado de piernas sobre el suelo, sin apartar su mirada del frente.

– Me hace feliz. No sé qué más quieres que te diga.

Soraya Sáez de Santamaría siente sus imprescindibles y lamentáblemente mundanos dos apellidos flaquear. Si la prensa se entera de esto, el escándalo va a sacudir los cimientos del estado. Peor aún: si Esperanza se entera de esto, la bilis va a llegar al Manzanares. La vicepresidenta siente la presión sanguínea pasarse de revoluciones cuando piensa en la sonrisa de medio lado de Iglesias Turrión cuando le dirija el chascarrillo de rigor. No, no, la situación es admisible,

Porque en las antiguas mantequerías del Palacio de Moncloa, en lo que Felipe González llamaba su “bodeguilla” antes de Venezuela y Gas Natural, pasta o hace como si pastase un inmenso macho cabrío de impecable pelaje blanco, barba larga y sorprendentemente sedosa, y cornamenta orgullosa. Sentado junto a él, el presidente del Gobierno de España le lanza más y más cesped del saco que el sorprendido jardinero le trajo anoche. «En eBay», fue la respuesta a la pregunta de dónde demonios había encontrado una cabra. Mariano Rajoy Brey está más lleno de vida de lo que Soraya le haya visto en mucho tiempo, quizás desde la última vez que estuvo en la COPE comentando un partido del Dépor. Sus ojos brillan con fiereza, sus mejillas están sonrosadas como las de un niño chico, su boca se curva en una sonrisa que normalmente sólo guarda para la primera calada del puro. “Espeluznante”, piensa la vicepresidenta.

La sudorosa Soraya traga saliva con dificultad. España. Esperanza e Iglesias Turrión se funden en un ente que ríe a carcajadas y señala con múltiples acusadores dedos.

– Ven aquí, España, que tengo más.

– La cabra se llama España.

– Claro, ¿qué mejor nombre para demostrarle mi aprecio? Porque no hay nada a lo que yo quiera más que a este país, Soraya. Nada.

La sudorosa Soraya traga saliva con dificultad. España. Esperanza e Iglesias Turrión se funden en un ente que ríe a carcajadas y señala con múltiples acusadores dedos.

– Yo creo que más que una cabra es un ibex, la verdad.

– Un ibex. España es… España es un IBEX.

Las carcajadas de Esperanciglesias parecen resonar por toda la bodeguilla y Soraya no puede asegurar que ella sea la única capaz de escucharlas.

– Luego lo miro en Google, pero a mí me parece que sí. Un ibex.

Ya se ha quedado sin argumentos para explicarle por qué no es apropiado que un macho cabrío viva en el interior del Palacio de la Moncloa. Ni la previsible reacción de la opinión pública ni las obvias preocupaciones higiénicas parecen haber hecho ninguna mella en la determinación del presidente Rajoy. Durante un momento piensa en explicarle que eso es más cosa de gitanos, pero Soraya terminó anoche la biografía de Hillary Clinton, Una mujer al mando, y sabe que ese tipo de explicaciones siempre acaban volviéndose contra una.

– Mariano, entenderás que esto no es muy normal.

Rajoy mira a su valida y entrecierra los ojos.

– Lo que no es normal es lo de España.

– Eso te digo.

– No, la cabra no, mujer. El país.

– Ah.

El presidente Rajoy asiente, contento con su afirmación, y se acerca a España, que sigue comiendo césped ajena a la conjura contra ella. Mariano le mesa la cabeza con cuidado y le susurra con delicadez. “Hay muchas cabras pero tú eres mi cabra”, cree entender Soraya. El presidente Rajoy se gira hacia su vicepresidenta y le dirige una mirada perdida entre ensueños:

– Mi bisabuelo, el señor Rajoy do Barro, tenía cabras.

– Cabras gallegas…

– Cabras gallegas. En Forcarey. Alimentadas sólo a base de pastos y leche materna, como tiene que ser.

– Forcarey.

– Sí, el pueblo, mujer. Mi bisabuelo se llamaba Mariano, como yo.

He pensado en enseñarle a que embista cuando alguien dice “Carmena”, como ese perro de YouTube que se hacía el muerto cuando le decían que venía Pablo Iglesias, ¿te acuerdas?

Soraya desespera. ¿Ha perdido el juicio el presidente? No puede ser que la huelga educativa le haya afectado tanto. Mariano es de pasarse las huelgas viendo esa cinta VHS del gol de Zarra una y otra vez. ¿Será la crisis de la mediana edad? ¿O quizás secuelas del puñetazo que recibió en su funesta Pontevedra natal?

– ¿Qué te parece, Soraya? ¿Crees que podría enseñarle a hacer eso de subir a la escalera?

¿Y qué dirá la Conferencia Episcopal? Es un macho cabrío después de todo. Satanás. Aunque quizás podrían pintarlo como homenaje a la Legión. Salir al paso y decir que el Gobierno ha adoptado a la mascota. Eso funcionaría, y seguro que a los catalanes les hervía la sangre, que siempre es bueno. Quizás la cosa no esté tan perdida.

El presidente se incorpora, se sacude tres briznas de hierba de su camisa, y dice con buen humor:

– He pensado en enseñarle a que embista cuando alguien dice “Carmena”, como ese perro de YouTube que se hacía el muerto cuando le decían que venía Pablo Iglesias, ¿te acuerdas?

– Claro que sí, Mariano. Mira, voy a pedir que traigan una manta para la ca… para España, ¿vale? Y otra para ti, porque imagino que querrás pasar la noche aquí.

– Qué bien me conoces, Soraya.

Anochece ya en Moncloa y la noche se extiende lentamente sobre todo Madrid. En Carabanchel tres personas de clase mediana descubren sorprendidas que están mirando al límite de la pobreza desde abajo. En Orcasur un perro tuerto muere al compás de la música del radiador de un coche recién apagado. Y en el centro de esta noche, en la mazmorra del Palacio de Moncloa, duerme apacible un cabrón.

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