Este texto forma parte de la serie de relatos neonormales por entregas que publicaremos de forma aleatoria e impredecible.

La plaza del ayuntamiento estaba abarrotada.
La convocatoria había sido un éxito total. Ni las dirigentes del movimiento podían creérselo. Esto era sin duda el comienzo de algo grande, algo inmenso. Imparable. Algunos de los asistentes llevaban mascarillas, guantes… otros no llevaban protección alguna. Entre la muchedumbre había policías, médicos, taxistas, albañiles y empresarios. Familias enteras, niños, ancianos… Nadie parecía preocuparse por la distancia de seguridad. A fin de cuentas, ¿de qué había servido el «distanciamiento social»?
Verlos a todos ahí amontonados unos al lado de otros daba una sensación de mareo extraña. Cada persona se movía a su antojo, pero desde fuera se podía apreciar una sincronía perfecta que amalgamaba a la masa y le daba forma. Era como si la muchedumbre se meciera al unísono con el vaivén de las olas, empujados por una fuerza invisible y arrolladora.
Todas las miradas apuntaban hacia un mismo sitio. Todos esperaban ansiosos la aparición de su ídolo. Todos querían escuchar sus palabras. El anuncio iba a ser importante, o al menos eso se comentaba desde que se convocó el encuentro. «Se va a liar…», «¡hoy va a ser un día histórico!» eran algunos de los comentarios que se podían oír entre los asistentes. También había quien se impacientaba. «¿Va a salir ya o qué?». Otros enarbolaban banderas con el símbolo característico del movimiento. No eran muchas, pero sus mástiles sobresalían como balizas flotando en un mar de cabezas. La vista era realmente impresionante.
Dos meses atrás nadie hubiese dado un duro por semejante hermanamiento de la población. Tal y como estaban las cosas, que dos personas se sonrieran al encontrarse por la calle parecía, como poco, improbable. La división era máxima. Alienado, agotado, deprimido, asustado y furioso. Esa era la descripción del ciudadano español medio.
Que la izquierda y la derecha habían desaparecido por completo era ya un hecho. Los nuevos dos bloques nacionales que habían surgido tras la caída del régimen Sanchista inflamaban a diario los ánimos de la población avivando las llamas de la violencia y el odio, y abocaban a España a una segunda guerra civil inminente. Ya no se hablaba de «rojos» y «fachas», ahora sólo había OVEJAS y LEONES. Paradójicamente ambos bloques antagónicos se identificaban como «leones» y acusaban a los contrarios de ser «ovejas» por lo que, al final, lo único que quedaba era una gran masa de ovejas dividida en dos rebaños enfrentados. Ironías de la vida.
Hoy en la plaza se habían reunido los «desapegados». Ese grupo indefinido y heterogéneo de personas que no suscribían ninguna de las dos posiciones mayoritarias del país. Hacía poco que se había conformado esta «tercera vía», esta posición apolítica que suponía una llamada a la calma, a la reflexión y al cese de hostilidades entre ambos bandos. Más y más personas se sumaban a diario a «El Movimiento», como lo habían bautizado los medios de comunicación. Un movimiento pacífico y razonable. Un movimiento conformado por ciudadanos españoles de cualquier clase social, raza, religión y género que aún conservaban una pizca de sentido común y pensamiento crítico, y que habían hallado en «El Movimiento» un punto de encuentro para expresarse sin odio, sin consignas repetitivas y sin axiomas ideológicos baratos con los que dar respuesta a todo.
«El Movimiento» representaba un rayo de esperanza y serenidad en unos tiempos caóticos en los que la sociedad parecía precipitarse cuesta abajo por una ladera bien asfaltada sin que nada obstaculizase su paso. La sensación colectiva era de que la realidad avanzaba a cámara rápida, sacudiéndolo todo sin miramientos. Alguien se había quedado dormido al volante pisando el pedal de aceleración y la humanidad se aferraba desesperadamente a cualquier cosa que pareciera estar mínimamente sujeta al suelo. La otra opción era soltarse y salir despedido. Caer del vagón en marcha. Tal era la turbulencia de los tiempos.
Y hoy por fin la marcha parecía ralentizarse. «El Movimiento» había organizado este encuentro masivo para tomarse el pulso a sí mismo. Y parecía que estaba en mejor forma de lo que creía en un primer momento. Nadie habría anticipado jamás que acudiría tal cantidad de adeptos a la convocatoria. En las redes «El Movimiento» recibía apoyo, sin duda, pero trasladarlo a un emplazamiento físico con la que estaba cayendo era difícil. Aun así allí estaban. Miles de personas reconociéndose por primera vez, sintiendo que tenían algo que decir, orgullosas de formar parte de un gran cambio, de algo mucho mayor que ellas mismas. Cada una de esas personas quería una sociedad mejor, quería acabar con esta pandemia de sinrazón generalizada para volver a encauzarlo todo y apaciguar los ánimos de su país. Algo empezaba a cambiar en España. Se palpaba en el ambiente.
Se hizo el silencio en la plaza del ayuntamiento. Las pocas cabezas despistadas se habían vuelto hacia el pequeño atril de madera que esperaba vacío a que lo ocupara el líder indiscutible de «El Movimiento». Su fundador. El héroe cuyo mensaje de cordura había calado en tantos ciudadanos y los había aglutinado bajo un mismo paraguas de sentido común, criterio propio y razón. Todos ansiaban escuchar sus palabras.
En los últimos meses Cristóbal Simón había acaparado la agenda mediática. Él era el eje central de «El Movimiento». Su líder y campeón. Después del asesinato de su padre, Fernando Simón, a manos de grupos paramilitares de ovejas, este joven madrileño había puesto patas arriba al establishment con sus discursos directos sin tapujos, criticando a todo y a todos. Denunciando la hipocresía de una sociedad enferma y dividida que pronto iba a sucumbir ante el inminente estallido de una sangrienta guerra civil. Había pasado de ser un ciudadano anónimo, hijo del «famoso» ministro de Ciencia y Verdad del régimen Sanchista, a ser un personaje mediático de primer nivel, cuya influencia y prestigio público crecían a pasos agigantados a diario. Su popularidad superaba ya con creces la que tuvo su padre años atrás.
Aún resonaba en la memoria de la gente su primera aparición en televisión. Fue en el noticiario gubernamental de Ana Pastor, un programa que se emitía en La Sexta, la única cadena pública del país tras la desaparición de RTVE. La conexión que hicieron con él era para darle el pésame y honrar la memoria de Fernando Simón, pero Cristóbal no desaprovechó la oportunidad. Con una desenvoltura impecable frente a la cámara, y con una voz rasgada que hacía recordar a la de su padre, inició una tormenta de reproches contra la deriva totalitaria del sistema, levantando ampollas a bando y bando del nuevo espectro político y señalando con nombre y apellidos a quienes estaban aprovechándose de la situación para aumentar su control, su influencia y su fortuna.
Arremetió con la misma dureza contra los medios de comunicación, denunciando su mercantilización, su falta de ética y su complicidad total en diseminar el discurso del miedo y del odio que tan necesarios eran para alimentar el conflicto y mantenerlo candente.
Lejos de cortar su frenética perorata, los medios le permitieron seguir hablando. A cada minuto que pasaba mayor era la audiencia. Para cuando Cristóbal terminó su aparición en pantalla, los datos de share de La Sexta habían alcanzado cotas nunca vistas. Y no quisieron perder la oportunidad de sacar mayor provecho de este nuevo «mesías» popular. Había nacido la voz de los sin voz y no iban a acallarlo, por el momento.
Así Cristóbal Simón fue repitiendo su discurso. Su voz se hacía eco en los periódicos, en las cadenas de televisión, en la radio… Donde más repercusión tenía era en las redes sociales. Sus adeptos crecían a un ritmo vertiginoso. Las historias de cómo Cristóbal había cambiado la vida de otras personas se viralizaban día sí y día también. Sus seguidores empezaron a organizar grupos de discusión y asambleas online. Debatían, intercambiaban opiniones, analizaban sus discursos y sentaban las bases de un nuevo movimiento que podía traer paz y sosiego a una sociedad desequilibrada y en pánico. Las esperanzas de muchos españoles se centraron en Cristóbal Simón y su retórica sensata, y no iban a dejar que su voz se apagara. Había nacido «El Movimiento». La tercera vía. Un nuevo resurgir frente al colapso nacional.
Y por fin, paso a paso, lentamente, Cristóbal Simón subió al atril frente al ayuntamiento, observando en silencio a la gente, a las miles de personas que, anonadadas, esperaban escuchar su discurso. Nunca tantos ciudadanos se habían reunido en un mismo punto desde el estallido de la primera pandemia. La visión de la plaza abarrotada era tan sobrecogedora como impactante.
Una de las organizadoras tendió a Cristóbal un vaso de agua que él rechazó con un gesto rápido de la mano y negando con la cabeza. Miró de nuevo a la plaza. El silencio era total. Estremecedor. Tocó con la punta del dedo índice el micrófono, que emitió un pitido agudo y se reclinó sobre él para hacer oír bien su voz. Carraspeó dos veces.
Ho-hola. Hola a todos y a todas. Gracias por estar hoy aquí. Sé que no es fácil. Sé que os jugáis mucho al hacer acto de presencia en un evento como este. Pero seamos sinceros… ¡Ya iba siendo hora de vernos las caras! (…)
La plaza estalló en aplausos y vítores. Sobresalían las banderas izadas al viento junto a los brazos extendidos del gentío que saltaba y gritaba y rugía al unísono con pasión desmedida.
(…) No me voy a andar con rodeos, que el tiempo apremia. Ya me conocéis. Sabéis quién soy. Sabéis quién fue mi padre. Y sabéis que la situación es insostenible. El mundo no puede seguir así. España no debe seguir así. La división es máxima y la tensión se palpa en el ambiente de cada pueblo, de cada ciudad, de cada barrio. Hemos dejado de ser lo que éramos para tratar de ser lo que conviene que seamos. Y sabéis perfectamente a quién le conviene. Los dos grandes bloques nacionales se disputan la hegemonía ideológica de España. Se disputan el poder de decidir cómo va a evolucionar el país en esta nueva era de la «neonormalidad». Pero esto es una trampa. Nada hay de nuevo en la lucha fratricida española. Toda la Historia hemos estado batallando entre nosotros, tratando de desacreditarnos unos a otros, los unos por progresistas, los otros por conservadores, unos por valientes y otros por temerosos. La derecha y la izquierda murieron para dar paso a la diestra y la siniestra. Nada hay de nuevo en un pueblo oprimido por los mismos que prometieron guiarlo hacia la gloria (…)
La chica de la organización trató de alcanzarle de nuevo el vaso de agua, insistiendo. Cristóbal lo sostuvo con una mano, observando en silencio el vaso durante un segundo, antes de colocarlo sobre el atril. Carraspeó frente al micrófono de nuevo. El gentío permanecía atónito y en completo silencio. Seguían con la mirada cada uno de los gestos de su líder.
(…) El Movimiento ha venido para quedarse. Ha venido para despertar conciencias y dar cobijo a quienes piensan diferente. ¡Pensáis diferente y por eso estáis aquí! Creíais ser libres hasta que os disteis cuenta de que no lo erais. ¡Despertasteis al fin! Y ellos no os quieren despiertos. ¡Os quieren dormidos! Os quieren durmiendo y engrosando las filas de su rebaño homogéneo. Pensando en una sola dirección con la mentalidad-colmena que caracteriza a toda posesión ideológica. ¡Pero vosotros jamás capitularéis! ¡No pasaréis por el aro! Estamos al borde de una guerra civil, pero la guerra ya hace años que dura en nuestras mentes. Y ha hecho estragos. ¡Miraos los unos a los otros! (…)
Los asistentes a la concentración se miraban, confusos. ¿Qué quería Cristóbal que vieran?
(…) Miraos a los ojos con compasión y empatía. ¡Pensad que todos habéis venido hoy a cumplir con un mismo deber! El deber de acabar con esta locura. Acabar con aquello que pone en peligro tanto esfuerzo. Tanta planificación. Debemos acabar con lo que supone un impedimento para ver a nuestro país avanzar hacia un nuevo amanecer. ¡Mañana será un día mejor que hoy! Y esto no sería posible sin vosotros. Sin el sacrificio de todos y cada uno de los ciudadanos y ciudadanas que os habéis reunido aquí hoy para dar voz a la razón y al entendimiento humano. En nombre de «El Movimiento», gracias, gracias y mil gracias (…)
De nuevo el gentío enloqueció. Vítores, aplausos y gritos. Aplausos entre los asistentes que se abrazaban efusivamente mientras en cada esquina de la plaza del ayuntamiento se aposentaban unos furgones negros y detenían sus motores, expectantes. Nadie reparaba en ello. Los asistentes estaban demasiado alegres, demasiado orgullosos por el éxito del encuentro y demasiado embriagados por las palabras de su líder.
(…) El Movimiento siempre será recordado. ¡Hoy vamos a hacer historia! ¡Vais a hacer historia! (…)
Las palabras de Cristóbal Simón resonaban a todo volumen por la plaza, rebotando en cada edificio y reverberando en cada superficie hasta convertirse en un eco que podía escucharse a kilómetros a la redonda.
De los furgones bajaron hombres vestidos de negro que poco a poco rodearon a la multitud, sin hacer aspavientos, moviéndose en silencio, con una actitud tranquila y relajada.
(…) Ha llegado el momento. Es el momento de enviar un mensaje al mundo. Y ese mensaje sois todos y cada uno de los que os encontráis hoy aquí. De nuevo; gracias.
Cristóbal cogió del atril el vaso de agua y lo alzó a modo de brindis mientras la multitud vitoreaba su nombre. Carraspeó dos veces y dio un largo trago.
El ruido de los vítores, aplausos y cánticos de celebración se vio apagado por el rugir de las ametralladoras y los rifles de asalto. Los que fueron gritos de júbilo pasaron a ser alaridos de dolor y pánico. La sincronía de la masa se había roto y ahora cada persona corría en una dirección distinta, topando contra los hombres de negro que cerraban el cerco y apretaban el gatillo abriendo fuego de forma indiscriminada contra el tumulto.
A los pocos minutos, el silencio se hizo de nuevo. La plaza del ayuntamiento se había teñido de rojo bajo la atenta mirada de Cristóbal Simón, que apuraba su vaso de agua y volvía a apoyarlo en el atril. La chica que tenía a su lado, una de las organizadoras, lo miraba de soslayo. Cristóbal se dirigió a ella con una sonrisa antes de bajar del atril y encaminarse hacia el furgón que le esperaba. «Espero que lo hayáis grabado todo bien».
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