
Tengo el problema de que le doy la razón a todo el mundo. Eso incluye a los franquistas, seres simpáticos y entrañables que pueblan nuestras ciudades y nuestros bares, dan de comer a las palomas, colapsan el transporte público y deciden quién gobierna. Así que he hecho en numerosas ocasiones el ejercicio ultrarracional de acercarme a ellos. Porque, como sugiere Masles Roy (quien además ilustra este texto), «una historia con héroes y villanos no ayuda a entender nada». Así que me he lanzado al ajo intentando estar libre de mis simpatías iniciales hacia la República.
Lo primero que he de asumir en este viaje es que los franquistas actúan por el bien de España. En sus corazones es así. Ciertamente, Franco modernizó el país hacia el final de su mandato, y logró establecer un estado del bienestar. Pasamos de la edad media a la modernidad en un par de generaciones, lo que nos ha dado no pocos quebraderos de cabeza. «Moderno pero español«, se define Manolo Escobar plantándole cara elegantemente.
Por otra parte, los franquistas tienen razón en sus críticas a la II República. Este brevísimo periodo de la historia de España dista mucho de ser el remanso de virtudes que pintan los republicanos modernos. La guerra civil es, sin duda, el resultado de una república fallida, que no supo tapar las heridas por las que chorreaba España y que para extirpar algunos de sus tumores más deformes abrió carne muy alocadamente. El mayor error de los republicanos fue no comprender la responsabilidad que exige la libertad: era demasiado pronto y había demasiadas heridas abiertas. También admito que una victoria republicana, una vez que la URSS se hizo con el control de las tropas leales, podría haber sido igual de nefasta que la victoria franquista.
Hago todo ese viaje mental, asumo y sopeso todas esas cosas. Y al final vuelvo al principio: Franco me sigue pareciendo un sinvergüenza.
No digo nada nuevo. Franco quiere el bien de España, pero ese bien pasa por aniquilar sistemáticamente a más de 150.000 españoles. Además, hace de España un libro de autoayuda: supérate, recuerda cuando eras parte de un imperio, etc. Adorna el libro con cosas simplonas para el público que demanda esos libros: orden, familia, bandera, tradición, ortodoxia, etc. Crea «un régimen humillante e infantil en el que el trabajador obediente estaba protegido por la generosidad caprichosa de un Estado paternalista», dice Roy.
Vamos a los asuntos más graves. Franco le dio un golpe de gracia a España que hará que la mitad del siglo XX quede para siempre olvidada. Ni mil años de crecimiento económico, ni dos mil millones de kilómetros de autopistas, ni ocho mil suecas con divisas por segundo cruzando nuestras fronteras podrán compensar la muerte de Machado en el exilio, la ejecución de Lorca, o que la producción cinematográfica de Buñuel se la llevase un país extranjero. Al final lo que le queda a un país es la cultura. ¿Qué queda del siglo de Oro? Ciertamente no Flandes, pero sí Quevedo. ¿Qué recordarán del siglo XX los españoles del XXV? No a Franco, uno más de tantos gobernantes prestos a empuñar la espada para hacerse valer; sí a la generación del 27, el último gran brillo de la cultura española antes de la ignominia. Franco será recordado como el tipo que hundió la cultura española del s. XX.
Por último, lo especialmente preocupante es que el avance de la historia haya dejado en ridículo las reivindicaciones de Franco y su tonteo con Hitler, pero se le siga apoyando desde las urnas. La República defendía cuestiones hoy inapelables, y aún así la mente del franquista crea el artificio ultrarracional necesario para justificarse. Racionalmente, Franco sólo es defendible si previamente se admite que la II República era un sistema más justo y avanzado que el franquista, pero que España era un país demasiado retrasado para sostenerlo. Ultrarracionalmente, se puede seguir seducido por las consignas de autoayuda patrióticas y exaltar a los reyes godos en un tuit, claro. O haber dejado penetrar demasiado profundamente la campaña de márketing del régimen: “Y ahora una buena red de carreteras os harán recordar para siempre porqué Franco merece la pena.”
Estos argumentos son pasto de gentes perturbadas, excesivamente sencillas, o demasiado viejas. Mis investigaciones sobre Gente Entrañable, desde luego, dejan entrever un nivel cultural muy bajo: un nacionalismo de «Arriva España» e «ispanidad». Lo cual no quiere decir que estos franquistas incultos no sean buenísimas vecinas o magníficos padres. (Ojo, en el otro lado también hubo y hay gente despreciable y censora. En fin, al Pueblo no se le puede exigir gran apertura mental, pero sí a sus líderes, y los franquistas no la tuvieron.)
En ambas zonas se cometieron atrocidades, pero la diferencia reside en que en la zona republicana los crímenes los perpetró una gente apasionada, no las autoridades. Estas trataban siempre de impedirlos. No fue así en la zona nacionalista. Allí fusilaron a más gente, estaba organizado científicamente
Por estos motivos, tras haber hecho un viaje de ida y vuelta a Franco, quedan reestablecidas mis simpatías con la República. Leo “Una historia de la guerra civil que no va a gustar a nadie” de Juan Eslava Galán y en cada pequeña victoria de la República aun espero que acabe bien. Hay que ver. Incluso hacia el final ansío que empiece ya en cualquier momento la guerra mundial. Cinco años más de horror, me digo, pero nos ahorramos 31 de dictadura.
Mierda. Me sé el final, y no es ése. La gran perdedora de la II Guerra Mundial no fue Alemania, Italia o Japón. Fue España. España fue la única que se quedó el caramelito fascistocatólico, que duró demasiado tiempo y pudo adoctrinar a una buena parte de la población.
La cuestión es que, cuanto más humano intenta ver uno a Franco, más ruin le parece. Quiero decir: no estamos ante el tarado eficaz de Hitler o el chalado megalómano de Bush, sino ante un hombre llano al que se le ocurrió que para mejorar España había que exterminar a la mitad de ella. Que usó el nombre de Dios para matar y torturar en masa, y se burló de la fe de muchas buenas personas llevándoles a morir ante sus propios vecinos. Y que hoy, 42 años después de su muerte, sigue teniendo del mayor mausoleo de España.
¿Qué hacer con el Valle de los Caídos?
Franco es ruin y sinvergüenza, pero respeto los símbolos que ha dejado su régimen. Los mantendría, a no ser que hayan sustituido previamente a otros, porque son parte de nuestra historia, por muy nefasta que ésta haya sido.
Pero el Valle de los Caídos es otro cuento. Las tumbas de Primo de Rivera y Franco tienen siempre flores frescas. Estuve hace poco y ví que van casi exclusivamente dos tipos de personas: turistas y fascistas. Me pregunto qué pensaran los guiris; los otros ya lo he dicho: rezan a Dios entre arrivaespañas, así, con V. Un señor de mediana edad horriblemente vestido (polo rosa gigante, pantalones cortos marrones, pequeño bolso a lo bandolero pegado al cuerpo), y con una cara de superioridad que solo da el más completo sometimiento a la norma, se santigua ¡cuatro! veces ante la tumba. Varias familias se quedan silenciosas ante ella. Un niño de unos 12 años inclina la cabeza en señal de respeto y luego busca la aprobación de su padre. ¿Hablábamos de apoyo popular a un dictador? Ahí lo tienen, en tan solo cinco minutos frente a la tumba del aliado de Hitler.
Eso es lo peor del monumento: que es un símbolo fascista que sigue actuando como tal hoy en día.
Señala dominación, prepotencia, traición y dictadura, nos recuerda el crítico de arte Fernando Castro.
Una cruz grandiosa que, a medida que uno se acerca, va mostrándose grotesca y hortera, observa otro crítico de arte, Joaquín Jesús Sánchez.
Simbología cristiana que camufla una estructura criminal, sostiene Castro.
Un monumento que no consigue la reconciliación, sino que encapsula y preserva el cainismo, asegura Sánchez.
Y Franco, el sinvergüenza, enterrado directamente a los pies de la cruz más grande del mundo, en un ejercicio de soberbia tan enorme por parte del franquismo que Dios tiene que haber castigado a su cabecilla de una manera inimaginable. Qué sé yo: haciéndole ver que la religión verdadera es el hinduismo y reencarnándole en la uña mugrienta de un terrorista del 11M, por lo menos. Total, ya está acostumbrado a matar españoles. No, peor aún: hacer que cada día personas lascivas y ruines horriblemente vestidas, la raza que él seleccionó cuidadosamente, se santigüen ante él. Murió de viejo una vez, y ahora muere de vergüenza tantas veces por minuto.
Lo cierto es que el Valle de los Caídos es el único símbolo que consigue ofenderme de verdad. Ningún otro lo hace ya, fascista o no, e incluso me he retratado sonriente con la estatua de Franco de Melilla. ¿Qué hacer con el Valle? Castro, medio en broma, propone demolerlo. Pero eso sería demasiado fácil. Me inclino más hacia una buena jugarreta: convertirlo en un museo de la dictadura, como sugiere Juan Soto Ivars. Que Franco se quede ahí, presidiendo una exposición de sus propios crímenes. Que siga a los pies de la cruz recordando que mató a tantos españoles en nombre de España y torturó a tantos otros en nombre de Cristo. Que alargó una guerra sinsentido por acaparar poder político. Que sepultó a España en una guerra civil fría que dura ya 78 años.
“La guerra no se acaba cuando lo dice Wikipedia”, recuerda Gervasio Sánchez, sino cuando sus heridas, por fin, dejan de sangrar. Y el Valle de los Caídos es una estaca clavada en el corazón de España.