I
Eran ya las tres de la tarde. Con suerte nos quedarían cuatro horas de sol y no sabía exactamente cuánto nos quedaba hasta llegar a nuestro destino. Me giré hacia Kasey y le dije:
—Me hace mucha gracia que hasta el pueblo más pequeño del condado tenga un aeropuerto.
En realidad dicho aeropuerto solía ser un pequeño recinto vallado, generalmente con un pequeño helicóptero resguardado bajo las ramas invasoras de los árboles del cercano pantano, habitualmente con algún motor de avión medio desguazado como único símbolo de que hubiese existido alguna vez algún tipo de actividad.
Kasey soltó una carcajada mientras su viejo pick-up volvía a brincar como un caballo bravo. Una piedra, quizás, o incluso una tortuga despistada salida de las Everglades, algo que ya había comprobado que ocurría con cierta regularidad. Kasey no había soltado ninguna maldición sobre la posibilidad de que el caparazón le hubiese hecho polvo la transmisión al camión, así que asumí que—aunque mi espalda no estuviese de acuerdo—no se trataba de nada muy importante.
—Verás—me dijo sacándome de mi diálogo interno—, a menudo las pistas de aterrizaje están hechas de grass… de césped, de hierba.
—No sabía yo eso—respondí algo confundido. Ella sonrió de nuevo:
—Sabes que por aquí la vegetación crece sin control, sin que nadie le tenga que ayudar, ¿verdad?. Una pista de aterrizaje de césped no necesita mucho mantenimiento. No es como el asfalto, ni tan siquiera como la tierra prensada. Si le haces un agujero, se tapa él solo en cuestión de días. Aunque tampoco me hagas mucho caso—me dijo con media sonrisa—, que la piloto en casa es mi madre.
—¿Y el aeropuerto al que vamos es así?—respondí. Ahora ella dudó.
—Sí—me dijo—, aquí lo llamamos “el aeropuerto” pero hace ya muchos años que no lo usa nadie. En los ochenta el dueño de las tierras, un mejicano de Michoacán, tenía una pista de hierba sin cultivar, justo al lado de un depósito de agua.
—¿Ese de ahí?—pregunté señalando a un depósito oxidado que pasó a nuestro lado como una exhalación.
—No, no, aún nos quedan unas cuantas millas para llegar. No te preocupes. Saul es un tipo de fiar. Nos esperará si nos retrasamos.
Asentí y me recosté pacientemente en mi asiento. Era lo mejor que podía hacer para evitar un latigazo cervical si el camión volvía a decidir volar por los aires. Kasey continuó hablándome, con su mano izquierda en el volante, sosteniendo el vaso de té dulce con la derecha, y visiblemente irritada por no poder alcanzar el medio paquete de tabaco que llevaba en el bolsillo de su camisa sin tener que soltar uno de los dos:
—Mi padre solía decir que en los viejos tiempos en el aeropuerto aterrizaban todo tipo de avionetas civiles, sobre todo por la noche. El abuelo Pete, que había sido un rumrunner de joven, juraba que había visto una avioneta despegar a plena luz del día con…
—¿Tu abuelo fue un contrabandista?—interferí. Le había conocido la noche anterior al salir de la iglesia donde predicaba y no parecía el tipo de persona que hubiese tenido una juventud alocada.
—No, no, el abuelo de mi padre, que murió hace un par de años; solía llevar alcohol de contrabando hasta New Jersey metido dentro de—no te rías—cajas de pescado. Eran los tiempos en los que el contrabandista aún era un héroe romántico. En los ochenta eso ya era historia pasada, claro. Tenías a mejicanos, tahitianos, colombianos y vete a saber quién más desesperados por repartirse el enorme pastel del tráfico de cocaína. Ya sabes que Pablo Escobar gastaba miles de dólares mensuales sólo en gomas elásticas para poder empaquetar sus narcodólares. Ese era el tipo de gente que usaba el aeropuerto.
—Vaya—respondí sin saber muy bien qué otra cosa decir.
Habíamos abandonado la interestatal y nos habíamos adentrado por una amplia pista de tierra, aunque según el cartel a la derecha del camino era un “boulevard”. Ahora el camión se sacudía de lado a lado como si estuviese poseído y tuve que agarrarme al borde de mi asiento e intentar aparentar que la situación no me incomodaba.
—Pensarás que esa gente era auténtica escoria, ¿verdad?—gritó Kasey por encima del estruendo del motor y la gravilla.
Me callé esperando a que continuara. No quería meter la pata.
—Pues verás: hace unos diez años el dueño de la granja que estamos atravesando le compró esas tierras al mejicano, aeropuerto incluído, para cultivar… ¿cómo lo llamáis vosotros?, regadíos, ¿no?—yo asentí levemente—. Unos meses después decidieron desmontar la torre de agua, que por entonces no era más que una estructura oxidada y, ¿sabes lo que encontró la cuadrilla dentro de la torre?
Negué con la cabeza. Kasey me miró un segundo y sonrió burlona:
—Cientos de dólares dentro de bolsas de basura. No sólo una bolsa, no, sino por lo menos una veintena. Nadie se podía explicar qué demonios significaba eso. El dueño llamó inmediatamente a la policía, mi padre incluído, y ellos lo entendieron en cuanto lo vieron. Resulta que no era la primera vez que veían algo parecido en el condado. El mejicano alquilaba la pista a narcotraficantes, sí, pero no estaba tan loco como para quedarse allí a cobrarle al cártel de Medellín en persona. El aeropuerto funcionaba por un sistema de buena voluntad, lo creas o no. Los narcos, o más bien los pilotos a los que hubieran contratado, hacían sus descargas allí y dejaban dentro de la torre de agua el dinero que consideraban adecuado. ¿Qué te parece?
Me quedé un rato mirando al infinito horizonte y repuse:
—Me parece que siempre le pagarían bien, ya que así se aseguraban de su silencio; no es mal sistema.
Ella se volvió a reir:
—Claro, y cuando la gran fiesta de la coca se acabó, el mejicano vendió la torre y se fue a… bueno, imagino que a cocinar meth como el resto de su generación. Pero los narcos siguieron usando el aeropuerto por la noche y siguieron dejando la propina en la torre. Ahora para el nuevo dueño.
Solté una risita. Increíble.
—¿Y ese nuevo dueño se lo dijo a la policía así sin más?—pregunté.
—Imagino que se lo pensaría bastante—dijo ella asintiendo—, pero para entonces el espectro de los narcotraficantes era ya parte del pasado. Miami Vice era una serie de época, ya me entiendes.
Asentí. Tras dudarlo un par de segundos solté la frase que estaba evitando desde hacía horas atrás.
—¿Y esto cómo me va a ayudar a encontrar a mi padre?
2 ideas sobre “Florida y Hermosa, parte I: El aeropuerto y la cocaína”
No entiendo…
El relato ya se publicó en HV en 2015
Hola. Vamos a publicar todas las partes de la antología a lo largo del mes, así que como hace ya dos años desde las originales pensamos que era buena idea darles un lavado de cara a esas dos partes ya publIcadas y volverlas a publicar de cara a los nuevos lectores que no las leyeron en su momento. ¡Gracias por seguirnos desde entonces!