Fui a una manifestación del 15M con una bandera de España

I. Exordio y justificación

En 1930 Luis Buñuel asistía a una cena en Hollywood con Charlie Chaplin y otros actores y escritores. Cuenta que un actor español recitó unos versos que ensalzaban a los soldados de Flandes, y Buñuel, repugnado por semejante alarde de patriotismo, destrozó el árbol de Navidad junto a otros dos españoles en un justo acto de “vandalismo y subversión”.

Hoy, en cambio, cagarse en la bandera de España ya resulta anodino. 85 años después del acto de Buñuel, lo “subversivo y vandálico” es lo contrario: exhibir la bandera de España. Así que me propuse hacerlo, impelido por un insaciable impulso ultrarracionalista siempre ávido de sacrificios mortales.

La izquierda en España exhibe banderas de una brevísima etapa de la historia que imagina incorrupta como el cuerpo de Cristo, pero que no pudo ser más convulsa: prueba de ello es su fatal desenlace.

Por supuesto, no desconozco las brutales implicaciones emocionales que tiene nuestra bandera. Una amiga chilena, metida hasta las trancas en movimientos sociales y cuyos padres se exiliaron del régimen de Pinochet, suele comentar la desgracia que le parece que en España no podamos usar nuestra bandera. En Chile, dice, la izquierda sale a la calle con insignias nacionales: ellos están luchando por su país tanto o más que los otros. Ese partido lo llevan empatado a la derecha, que no puede acusarles de antipatriotas, y así ambas facciones, al menos, pueden encontrarse en un punto en común sobre el que construir una discusión.

En España no. Para la izquierda lo español ha quedado eternamente mancillado por el franquismo, y no existe la menor intención de recuperarlo. Exhibe en cambio banderas de una brevísima etapa de la historia de España que imagina incorrupta como el cuerpo de Cristo, pero que no pudo ser más convulsa: prueba de ello es su fatal desenlace. La España analfabeta y rural de los años 30 no estaba preparada para la libertad y el derecho. Tomó la libertad pero no la responsabilidad que ésta conlleva; tomó el derecho propio pero no respetó el ajeno. Y, así, llegó el horror.

Cartel de Homo Velamine para el 15M. La bandera de españa fue duramente criticada por la izquierda carcundante.

Me estoy justificando. Por supuesto: necesito hacerlo para mantener mí entereza emocional. Esa carga ideológica me hiere a mí tanto como a mis compatriotas. Pero intento librarme de ella. Y también me justificaré diciendo que he ido a decenas de manifestaciones con decenas de pancartas distintas. Por ejemplo, en la eclosión del 15M confeccioné una que decía “Sol es la nueva Bastilla” y en la que salía la “Libertad” de Delacroix con una flor en lugar de su fusil y la bandera rojigualda en lugar de la tricolor. Aquí y allá me recriminaron con que esa bandera no era “la buena”, pero fue afablemente: eran los tiempos en los que el 15M era fresco y abierto, y no la masa grotesca y disparatada que acabó siendo.

II. Cuitas preliminares

Pero vamos al grano. La bandera de España quema, es verdad. Cuando la compré, dobladita y envuelta en su plástico, apenas pude sostener este trapo que no debería servir más que para organizar el mundo. Era demasiado rojo y demasiado amarillo. Había elegido comprarlo en un chino (jamás los piso) para librarme de ese primer juicio de valor, y lo metí rápidamente en mi mochila antes de salir de la tienda. Aun escondido de las miradas quemaba en mi espalda.

Luego llegó el día del juicio: 22O, las Marchas de la Dignidad. Partían de la Puerta del Sol a las 19:30, y allí acudí con el palo de mi escoba desnudo y la bandera en la mochila. Observé el panorama: decenas de banderas de la República, otro buen número de banderas rojas con distintas insignias comunistas, otras banderas de los comuneros y alguna anarquista. Iba a ser duro. Tampoco ayudaba mucho que fuese solo. Nadie me había querido acompañar.

No recuerdo haber estado tan nervioso nunca. Ni siquiera lo estuve ante el primer coito.

Entablé una dura batalla conmigo mismo. Lejos de la normalidad con que había imaginado ese momento, mi corazón saltaba rápidamente entre “es una locura” y “es lo más natural”. Mientras, mi escroto empequeñecía más y más. Fue pasando el tiempo, una media hora, y la manifestación puso rumbo a Lavapiés por la calle Carretas. Decidí -o más bien mi miedo decidió por mí- esperar a que el grueso de los manifestantes hubieran salido de Sol para así poder identificar mejor los distintos grupos y juntarme al que pareciera menos hostil. Me sudaban las manos y la cabeza me latía insistentemente. No recuerdo haber estado tan nervioso nunca. Ni siquiera lo estuve ante el primer coito.

Cuando la marcha lenta de la manifestación hubo casi vaciado Sol comencé yo a recorrer la larga columna de manifestantes para identificar al colectivo más apropiado. Primero me crucé con la batukada, de la cual me alejé lo más rápidamente que pude. El estruendo aprovechaba los muros de la calle para multiplicar su intensidad hasta hacerse insoportable. Siempre he creído que este estruendo, que se me antoja semejante al tecno hardcore de principios de siglo y que huele a apocalipsis, desvirtúa cualquier acto de protesta, y en todas las manifestaciones he procurado huir de él.


Al menos es más divertido (pinche para oir)

Solo me faltaba lo más difícil: el valor.

Después me crucé con una variedad de grupos que no eran apropiados para mi acto. Primero los comunistas y sus banderas rojas. Si a estas alturas del libro seguían con ellas, mucho menos iban a comprender la mía. Les adelanté hasta llegar al grupo de los yayoflautas, por quienes siento gran afecto. Ellos son tal vez los únicos con autoridad suficiente para portar banderas republicanas, y no había lugar para ofenderles. De modo que continué hasta el siguiente grupo, uno feminista bastante nutrido que coreaba eslóganes en contra de la Conferencia Episcopal y portaba diversas manifestaciones su característico color morado. No, tampoco era el foro. Después me encontré con los viejitos de la memoria histórica, que se reúnen todos los jueves en Sol y con quienes simpatizo en extremo, y tampoco quise ofenderles. Un poco después me crucé con la PAH, que me pareció el grupo más apropiado por ser el que menos connotaciones políticas o identitarias tenía. Bien, ahora me faltaba lo más difícil: el valor.

A estas alturas ya estábamos desfilando por la calle Lavapiés, y por tanto entrando en territorio cada vez más hostil. Eran las 20:20. ¿Pero dónde pararme a colocar mi bandera en su asta, ante la mirada de tantas personas? Me estaba lanzando a mí mismo a una situación a la que no quería enfrentarme, como quien se corta la mano atada para salvar la vida. Solo que yo no estaba atado: podía huir, huir sin más. Recordé a los dos surrealistas que sugirieron escupir en la bandera francesa y tuvieron que exiliarse uno y pedir perdón de rodillas el otro. Recordé a Buñuel destrozando su árbol de navidad, y lo sentí imponente ahí arriba, esperando. Entré en un bar, me pedí un chute de café para armarme de valor -nunca tomo café- y entré en el baño a componer mi bandera. Las camareras me preguntaron por la manifestación, de dónde partía y dónde acabaría. Se lo conté y me despedí de ellas, lo que para mí en aquel momento fue como despedirme de la vida.

III. Un minuto terrible

Salí del bar con la bandera entre mis piernas como un perro cobarde. La manifestación estaba ahora parada, lo cual no ayudaba a mi propósito, de modo que comencé a andar parapetado por una hilera de coches aparcados. Era ridículo, pero no podía hacer otra cosa. Duró poco: la calle se despejó de coches y me dejó expuesto a la multitud. Los ojos retorcidos de Buñuel se clavaron en mí y me indicaron el momento. Me encomié a él y alcé la bandera sobre mi hombro. Ondeó a mi espalda, y me sentí aliviado de no verla. Podría decir que no me había dado cuenta de que estaba ahí. Ése es el tipo de cosas ridículas que se piensan cuando se está al borde del paro cardíaco, supongo.

En una breve alucinación comprendí el terrible y necesario dolor de Jesucristo mientras cargaba la cruz hacia el Gólgota. Él llevaba sobre sí la culpa de la humanidad, yo llevaba sobre mí el terrible y demente poso de España. Pronto llegó mi ración de insultos.

¡He aquí el hombre! Detrás o delante, daba igual: la bandera pesaba horrores. En una breve alucinación comprendí el terrible y necesario dolor de Jesucristo mientras cargaba la cruz hacia el Gólgota entre insultos. Él llevaba sobre sí la culpa de la humanidad, yo llevaba sobre mí el terrible y demente poso de España. Pronto llegó mi ración de insultos: un “Esa bandera / hay que quemarla” a ritmo de cántico hendió por fin el aire. Otros le siguieron. Avance un poco más rápido para poner gente entre los voceadores y yo, pero no sirvió de nada: estaban en todas partes. Por fin, cuando no llevaba ni un minuto con la bandera enhiesta sentí un fuerte golpe en mi hombro, propiciado por mi propio asta, y la bandera desapareció. Me volví, sorprendido, y vi a un hombre con una chaqueta del servicio de limpieza llevársela. Por un momento pensé que estaba haciendo su trabajo, hasta que la tiró todo lo lejos que pudo hacia donde no había nadie, y se volvió hacia mí con los ojos rojos de ira exclamando algo que no recuerdo. Todo se vuelve confuso en este punto. Un corro de personas variadas comenzaron a recriminarme acaloradamente, a lo que intenté argumentar que estaba aquí por las mismas razones que ellas (tenía el discurso medio preparado). Sus respuestas fueron diversos “fuera” y “eso aquí no lo queremos” en tonos más o menos encendidos. Lo más racional que escuché fue un “esa bandera está manchada de sangre”. Al contrario de lo que había imaginado, la situación era tan violenta y desquiciante que no hubo lugar para argumentación ni sosegada discusión, de modo que fui en dirección al lugar donde debía haber aterrizado la bandera, que a la sazón era la calle San Carlos. Ya no estaba: supongo que a esas alturas ya era víctima de un brutal aquelarre, que seguramente incluiría deposiciones fecales y algún ritual exótico de exorcismo. Un joven que me había seguido me dijo -amablemente- que me fuera y que no causase problemas. Algo respondí, pero me callé cuando vi la luz. ¡Ya eres libre, huye! Y corrí, aliviado al fin.

La izquierda-derecha - Manifiesto del Ultrarracionalismo

IV. Peroración

Eso fue lo que sucedió. Recorren mi cuerpo los últimos espasmos de este minúsculo acto que termino aquí de describir, y que prueba con dolor la indisposición de mis compatriotas a hacer cualquier cosa que no sea machacarse entre sí en nombre de esto o aquello. Y dirijo mi más contundente sentencia mortal ante la izquierda vintage que perpetúa esta absurda Guerra Civil Fría:

Vosotros, carga y lastre de España, que pretendéis liberar a base de imponer, enterraréis vuestros cadáveres en la misma tierra que vuestros enemigos, y en un libinidoso baile molecular os uniréis por siglos quien más despreciáis.

Vosotros, que mancilláis la bandera de la Segunda República con vuestras cuitas pueriles: ojalá España os borre pronto de la memoria.

A vosotros, rebeldes de supermercado, miserable policía de pensamiento que decís despreciar la autoridad, os lanzo sin piedad el filo hiriente de Larra:

Nuestra misión es bien peligrosa: los que pretenden marchar adelante, y la echan de ilustrados, nos llamarán acaso del ‘orden del apagador’, a que nos gloriamos de no pertenecer, y los contrarios no estarán tampoco muy satisfechos de nosotros. Éstos son los inconvenientes que tiene que arrostrar quien piensa marchar igualmente distante de los dos extremos: allí está la razón; allí la verdad; pero allí el peligro.

 

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