Hacia una teoría de la terraza

A pesar de que España es el reino del sol y la alegría, la cultura de las terrazas de los cafés no está demasiado cuidada. Esta afirmación puede sorprender, más aún si el lector se la topa en primavera o en verano, cuando la calle se convierte en el lugar de reunión por excelencia. Es cierto que en estos meses suele ser más agradable tomar algo en el exterior porque el interior está invadido por un sofocante calor o bien por el hiriente frío del aire acondicionado. Sin embargo, todo parece indicar que las terrazas no se llenan por el encanto de ellas mismas, sino por factores ajenos que no dependen de forma directa del criterio de los dueños y camareros de los bares.

Un hombre combate la soledad en una solitaria terraza

A partir de la normativa que prohibió fumar en espacios públicos cerrados, todo bar, todo café, todo restaurante quiso tener una terraza tanto en los meses cálidos como en los fríos. A priori suponía una ventaja para el establecimiento, porque, a través de una módica inversión, variable según las zonas y los ayuntamientos, podía desarrollar una política expansiva del espacio y la clientela. En otras palabras, cuantas más mesas y sillas, dentro y fuera, más clientes y más ganancia. Como en la conquista del lejano Oeste, las plazas, las calles y avenidas, incluso las más ruidosas y las más estrechas, fueron invadidas por sillas y mesas de plástico o de metal ligero, siempre de tonos chillones, siempre del mismo color que la marca que las patrocina –porque, claro, las compañías de cerveza y refrescos vieron la oportunidad de promocionarse ofreciendo mesas y sillas muy baratas o gratis a los bares–. En definitiva, importaba ocupar el espacio cuanto antes y no importaba demasiado hacer algo con el espacio que se ocupaba; en esto radica el fracaso de muchos de estos bares, donde a menudo las terrazas están desiertas –de nuevo como en el Oeste– y si decides sentarte, no hay servicio de camareros.

Como en la conquista del lejano Oeste, las plazas, las calles y avenidas, incluso las más ruidosas y las más estrechas, fueron invadidas por sillas y mesas de plástico.

Si bien es cierto que la tendencia natural de la terraza es la ocupación de espacio, en los bares exitosos se pone en juego otro fenómeno no menos importante, la condensación de gente. En efecto, una terraza no solo se mide por cuánto terreno público ocupa sino también por su capacidad para contener personas. Alguien podría pensar que la relación existente entre ocupación y condensación es inversamente proporcional, es decir, a mayor extensión de la terraza, menor densidad de clientes por metro cuadrado. Desde luego, es muy lógico creer que un espacio grande favorece la dispersión pero la realidad nos dice todo lo contrario. Por lo general, los bares de éxito no se conforman con acaparar todo el espacio posible, también quieren acaparar el mayor número de clientes posibles, porque ambos fenómenos se miden bajo el mismo parámetro, el del beneficio: más espacio, más densidad, más beneficio. Curiosamente, los principales beneficiados y perjudicados de este extraño fenómeno son los músicos ambulantes. Un acordeonista, por ejemplo, solo tiene que buscar el eje alrededor del cual se estructura la terraza y situarse ahí para que la música llegue con un volumen de sonido aceptable a todos los clientes. Sin embargo, la estrechez de los pasillos formados por las sillas y mesas dificultará su capacidad de maniobra para deambular en busca de sus honorarios, tendrá, incluso, que molestar a la gente para que retire su silla, actitud nada favorable para la empresa que se propone.

Clasemedianos celebrando la llegada de La Primavera

Ahora bien, el éxito de una terraza depende en gran medida de su localización. Por supuesto, una terraza en el centro de una ciudad, cerca de la zona de compras, va a tener una mayor afluencia que una terraza de un suburbio. Pero, al margen de esto, son otros factores, a menudo incontrolables, los que más influyen. Imaginemos dos terrazas prototípicas con iguales características situadas una frente a la otra en aceras distintas. Una acera mira al norte y otra al sur. La terraza que mira al sur tiene luz directa del sol todo el día, por lo que si se encuentra en una ciudad con temperaturas medias, va a tener mucha mayor clientela durante todos los meses del año salvo, quizá, los de verano. Pero imaginemos que en esa misma acera del bar que contempla cara a cara el fracaso de su vecino, hay otra terraza en un rinconcito, nacido del deseo caprichoso de un arquitecto que decidió que su edificio no debía seguir la línea del resto de edificios sino incrustarse un poco hacia el interior. Este bar se sitúa en un enclave único con respecto al resto de la calle, es un lugar diferente, pero además ofrece unas condiciones mejores a los clientes: primero, una sensación de intimidad por estar más recogido y menos expuesto a la calle y, segundo, una protección contra el viento, que a veces es desagradable. A menudo no solo el número de clientes varía por estos factores, sino también el precio de las consumiciones. Los menos afortunados tienen que combatir su desgracia ofreciendo precios más económicos o, bien, ofertas obscenas como cubos de botellines o tapas más grandes.

La España cañí disfruta de la cerveza barata y las tapas gratis

Casi de forma generalizada, los bares con un poder adquisitivo medio o alto, optaron por instalar calefactores en sus terrazas para combatir el frío. A menudo son torres con forma de champiñón o de pirámide, algunas, incluso, te permiten contemplar el fuego, como un objeto mágico protegido mediante un cilindro de cristal. Pero a pesar de este despliegue de ingeniería, suele ocurrir que gran parte del calor de los calefactores se escapa muy rápidamente porque –¡ay, qué paradoja!– se instalan en sitios abiertos, sometidos a las corrientes de aire. Suele ocurrir, también y a raíz de lo anterior, que haya un sitio privilegiado al que le dé calor en la espalda, quizá hasta el punto de achicharrar a la persona que se sienta, mientras los demás deben esconder sus manos en los bolsillos de sus abrigos. Del mismo modo, habrá mesas privilegiadas por estar cerca de un calefactor y mesas desgraciadas por estar lejos, así que la terraza se conforma como un reflejo de la sociedad, con favorecidos y desfavorecidos, donde la diferencia entre las personas radica, únicamente, en la suerte de haber llegado a tiempo para ocupar el sitio.

La terraza se conforma como un reflejo de la sociedad, con favorecidos y desfavorecidos, donde la diferencia entre las personas radica, únicamente, en la suerte de haber llegado a tiempo para ocupar el sitio.

El contrapunto a esto son todos aquellos bares que instalan una especie de perímetro cerrado en lo que debería ser la terraza. No podemos decir que estos sitios sean una extensión del bar porque no suele haber detalles cuidados ni elementos identificativos como en el interior. Son lugares construidos por la necesidad y así lo demuestran sus materiales y sus formas. Con mucho ingenio, los dueños y los camareros improvisan unos cubículos mediante parapetos de plástico o de tela y, a veces, despliegan sombrillas para que hagan de cubierta. En algunos casos, invierten en emplazar una carpa o una estructura casi hermética de acero con cristaleras. Cumplen su función, por supuesto, ya que crean una burbuja que contiene el calor, el humo y el olor del tabaco y del café, pero estos lugares van en contra de la naturaleza de la terraza. Es difícil que puedas sentir las caricias de los rayos de sol o la sombra que proyectan las nubes y las hojas de los árboles. Incluso es difícil que puedas ver algo de la calle, pues con frecuencia los cristales se empañan debido a la humedad que desprenden los cuerpos. Pensándolo bien, estos sitios no solo atentan contra la naturaleza de la terraza, sino también contra la naturaleza de cualquier bar. Es un lugar interior situado en el exterior y, curiosamente, no tiene ninguno de los rasgos identificativos del exterior ni del interior. Es, en definitiva, un lugar que solo contiene lo esencial para satisfacer la necesidad primaria y enfermiza del fumador.

Uno de tantos ejemplos de terrazas acristaladas

Resulta curioso que los países situados en el norte y centro de Europa, donde no reinan el sol y la alegría, cuidan mucho más el espacio de la terraza. Las sillas suelen ser de madera al igual que las mesas, frecuentemente presididas por una maceta con flores coloridas o grandes ceniceros elegantes, siempre de un tono acorde a su entorno. Muchas de ellas suelen tener calefactores, quizá más pequeños y disimulados, como focos adheridos a la pared; pero, además, es habitual que sobre cada silla repose una mantita perfectamente doblada. A veces parece que no son terrazas, sino jardines, pues los rodean arbustos y plantas que cuelgan de los muros del local. También a veces parece que son parte de la calle, porque bajo un toldo colorido, que protege de la lluvia y no del sol, se sitúan varias parejas de sillas alrededor de mesitas redondas junto a la pared de ladrillo del establecimiento. Como es natural, las terrazas se llenan cuando hace un día mínimamente despejado pero, haga el tiempo que haga, siempre esperarán al cliente perfectas. El turista español medio puede sentirse fascinado o perplejo ante tal diferencia pero siempre se sentirá más cómodo en las terrazas de su patria. Lo mismo con los guiris y los turistas. Quizá se debe al simple hecho de que con sol y alegría nada más importa.


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