Innovación, el nuevo espiritualismo

Hoy, en el Buromundo, no se pueden escribir y leer palabras como «espíritu» (no digamos «Espíritu»). Sin embargo, prácticamente en cada buroítem tenemos que leer la palabra «innovación». ¿Significa esto que existe una fundamental incompatibilidad entre lo espiritual y el buromundo? Para nada. Al contrario: la cháchara sobre la innovación es espiritualismo puro y duro, un espiritualismo cada vez más feo, aburrido y grosero, pero que conserva lo esencial. Por un lado, a los biempensantes y a los codiciosos les ofrece esperanzas a través de la pretensión de dinamismo. Por otro, a los ricos les garantiza su posición al consagrar moralmente una vía de enriquecimiento mientras que oculta tanto las precondiciones para innovar como el hecho de que la mayoría de los ricos no necesitan innovar para seguir siendo ricos o enriquecer aún más. Además, al confesarse «innovador», el sistema se presenta como eterno, y ofrece a todos esa tranquilizadora pretensión de eternidad. La suya no es una eternidad idéntica a sí misma (self-similar), por cierto, sino una que consta de cambios constantes y que tiene algo así como un aftertaste de progreso; sin que, por otra parte, este aftertaste devenga compromiso práctico con el progreso real, ya que esto hoy día no se lo cree ni el más idiota. Finalmente, se consagra, cómo no, la superioridad intrínseca de lo inmaterial sobre lo material, o de la información sobre la naturaleza (la información es el vástago natural del pensamiento en esta época de oleadas de automatización cognitiva), o de la innovación sobre las condiciones materiales básicas y limitantes para la sostenibilidad social. La cháchara de la innovación es, por consiguiente, pornografía espiritualista.
La cháchara de la innovación es pornografía espiritualista.
Hoy, nadie serio puede evitar reírse con la cháchara sobre el espíritu (aunque es probable que algo así como el 60% de la población siga creyendo en espíritus y, en general, es evidente que una mayoría aún más aplastante piensa y se comporta neolíticamente. Pero esto da igual porque de todos modos la opinión de la mayoría no cuenta para el sistema, ya que es predecible o manipulable o coaccionable en todo caso). Pero nadie debería creerse tampoco la cháchara de la innovación, ya que, si nos ponemos a examinar las condiciones materiales de la innovación, éstas son sumamente costosas e improbables, sobre todo porque requieren unos niveles tremendos de acumulación y consumo de energía de calidad, y, mientras que el último siglo y pico largo tuvimos a nuestra disposición esa fuente de energía, que se llamaba primero carbón y luego sobre todo petróleo, muy pronto no vamos a tener nada. Nada, lo que se dice nada. Seguro que, en esa época oscura por venir, algún anacoreta sabio escribirá algún texto que ponga de relieve este absurdo espiritualista de la innovación. Será un texto que se leerá en la segunda ilustración o segunda etapa racionalista de la historia, unos cientos o miles de años después de que escribiese ese sabio, y al concluir el segundo medievo que se nos viene encima.

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