La clase trabajadora y media de este país tiene, además del prodigioso e inigualable bar, otros centros de reunión y entretenimiento; mas estos se visitan en familia, mientras aquellos corresponden más bien a la necesidad de perdición individual del macho proveedor. Mas por mucho que éste se empeñe en realizar actividades con otros miembros de su manada, tarde o temprano llega el sábado inevitable en el que la tribu ha de reunirse con otras tribus; sus espacios comunes son bien conocidos: el centro comercial, el parque de atracciones, acaso el cine. Entre ellos, sin embargo, sobresale como especie propia aquel donativo de los vikingos que todavía hoy saborea con intensidad inigualable el clase mediero hispánico. Hablo, naturalmente, del centro comercial Ikea, auténtico maestro de hábitos, cultura y modos de comprender la vida privada que ha forjado el carácter de toda una generación.
La república poco independiente de tu casa
Sabemos que la cultura Ikea implica una mezcla de la idea norteamericana del self-made man con el rigor moral protestante de los países nórdicos y su austeridad bauhausiana; pero su impacto en la forma de organizar los espacios de la existencia íntima y su filosofía revolucionaria- ya se sabe, quien entre en esta casa está en una república independiente-todavía dará mucho que hablar y pensar entre las generaciones futuras. La cultura Ikea permite que nos contemplemos a nosotros mismos como los forjadores de nuestro propio destino, aunque esto sea una imposibilidad y una mentira ideológica- o acaso precisamente por esto- y sobre todo a través de ese mecanismo mixtificador que es la idea de pagar menos a cambio de hacernos responsables del montaje del mueble; no es una casualidad que esta filosofía sui generis vaya dirigida principalmente a familias con ingresos modestos.
En esta contradicción manifiesta se revela el carácter ideológico de la cultura Ikea: el proletario como dueño de su existencia, el asalariado como productor de su mundo privado. Con ello, también se apuesta deforma decisiva por el modo de vida individualista, por centrar la capacidad humana común, el afecto y los cuidados en el nido monádico familiar, en la república independiente de nuestras vidas tristes y vacías.
Usar después de agitar
La cultura Ikea no solo se ocupa de los muebles; en sus tiendas encontraremos también todo lujo de detalles que abarcan y penetran en lo más profundo y específico de nuestro mundo privado; por eso allí podemos comprar armarios, sillas y escritorios, pero también juguetes para los niños, peluches, cortinas, sábanas, bombillas, cuadernos, lápices,almohadas, herramientas de trabajo, sartenes, despertadores, alfombras, baños, puertas e incluso casas completas. Pues alguien podría pensar, no de forma muy descabellada, que en lugar de armar su casa con elementos tomados de los distintos decorados que la propia Ikea propone, la forma más fácil de resolver el conflicto en la decisión del producto es llevarse el producto armado y completo. Y sí, también con los libros suecos colocados en las estanterías a modo de decoración, con los ordenadores de cartón y, por qué no, la etiqueta del precio.
Ikea es la forma de acceso a la compra más barata de la que dispone el trabajador español y al mismo tiempo la manera más directa de introducir el espíritu del capitalismo nórdico en su propia vida. Todo ello empaquetado bajo la fórmula del ‘hágalo usted mismo’. Nadie tiene derecho a criticar o a objetar algo en contra de esta forma de consumo y organización de la vida familiar. A fin de cuentas, los libros suecos de las estanterías de Ikea son reales, no como los de cartón que veíamos en las tiendas de muebles espantosos a las que nos llevaban nuestros padres cuando éramos pequeños. Y con la compra viene de regalo una ideología y una forma de vida, lo que no es poco en estos tiempos tormentosos.
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