
España tiene una particularidad muy poco frecuente en otros países: sus símbolos nacionales solo representan a una parte de la población. No quedan fuera de ellos tan solo los grupos anarquistas, como ocurre en todas partes, sino que toda la izquierda abomina puerilmente de la bandera rojigualda.
El porqué, contado rápido y sin entrar en detalles, son los 36 años de una dictadura de derechas que gustó de apropiarse de todo lo español para sí, y de ese modo lo acabó arruinando, ya sean los símbolos o las músicas populares.
Desde entonces la izquierda en España siempre ha hilado fino con el asunto nacional. La palabra “España” es un tabú al que hay que referirse como “el Estado”, que viene a ser algo así como “esa cosa que está ahí y con la que tenemos que lidiar aunque nos fastidie”. La bandera constitucional ha sido sustituida por esa otra de un periodo brevísimo y revueltísimo de la historia de España, que fracasó estrepitosamente, muy a nuestro pesar. La monarquía es repudiada con más ultrarrazones (esfuerzos racionales de justificar un impulso irracional) que razones, sin ni siquiera reparar que, con república o monarquía, seguirá gobernando el PP. En su empeño de despreciar lo español, la izquierda a menudo se lanza en brazos de los particularismos regionalistas, que en definitiva son tan absurdos como el nacionalismo estatal. Es inútil enfrentarse a un nacionalismo con otro, porque ambos se igualan en la simpleza de la adhesión incondicional a la tribu.
El caso es que ahora el secesionismo catalán está haciendo insostenible esta situación. Por un lado, las masas lideradas por Puigdemont abominan de la bandera española. Por otro, la carcundia pepera y sus ínsuflas de franquismo se la apropian y la visten de rancio. Entre ambos, una izquierda mojigata es incapaz de pronunciar la palabra España. Sus propias masas son tiránicas, y tumban cualquier intento de defender a España desde la izquierda al grito facilón y vacío de “fascista”.
España queda así enfrentada entre odios nacionalistas absurdos y simplistas, sin nadie que la defienda desde donde debe hacerse: con los ojos puestos en el futuro, en el progreso social y el entendimiento. Necesitamos defender una España que siga aportando su espíritu llano y alocado a Europa, y que junto a ella apueste por la tolerancia y la solidaridad, la originalidad y no la copia, anteponga el bien común al dinero, y donde cada cual pueda ser uno mismo como individuo y como comunidad. Necesitamos mirar a España no con desprecio, sino abrazando el hecho de que, a pesar de todo, somos una de las naciones más prósperas del mundo, gozamos de unas libertades inauditas y unos servicios excelentes. Porque el nacionalismo se cura viajando, y el antinacionalismo también.
España es un país necesario, simplemente porque el mundo está formado por entidades semejantes y de alguna tenemos que ser. España no es ni el mejor ni el peor de los países, pero ya que nos ha tocado este, hagamos que nos defina en lo bueno y no en lo malo. Superemos nuestra historia sin olvidarla y miremos hacia el futuro. Rechacemos las visiones trasnochadas de una España indivisible o dividida y abramos el camino a una España que no reniega de su historia sino que la supera, que no machaca sus signos de identidad sino que la abre al mundo.
Y, por ese camino, cuando llegue el momento de difuminar más las fronteras, sea.
Por eso, gritamos desde una izquierda fresca y con los ojos puestos en el futuro:
¡VIVA ESPAÑA PROGRESISTA!

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