Con veinticinco años, Gustave Flaubert conoció a su musa, Louise Colet. Su relación tuvo dos etapas (1846-48, 1851-54). Explica Julian Barnes en El loro de Flaubert que «aunque de temperamentos poco afines y de principios estéticos incompatibles, Gustave y Louise duran sin embargo mucho más de lo que la mayoría hubiese esperado». Esto, trasladado al presente, sería algo así como que él es más de Joyce y ella de Meyer. Él se compra la filmografía de Terrence Malick; ella ha visto todas las de Tim Burton (excepto Ed Wood). Él se ha descargado Breaking Bad, pero no la pueden ver los jueves porque hacen Gran Hermano. Él bebe vino; ella, Shandy rebajada con gaseosa. Él ama las rutas gastronómicas; ella encarga döner kebab. A él le gusta viajar (desearía conocer los Alpes, Reino Unido, Egipto, Oriente Medio, el norte de África, Bélgica…); ella prefiere gastarse los ahorros en Zara. Él anhela un Mustang; ella quiere quedarse embarazada antes de los treinta. Él visita la exposición itinerante del Pompidou mientras ella hojea una revista en la peluquería. Esta noche hay concierto, pero para qué, teniendo el feng shui y el Nintendogs. ¿Damos un paseo por lo menos? Si lo que quieres es hacer deporte, contesta ella, ¿por qué no te apuntas a un gimnasio? Él se queda escribiendo a la luz de una vela con la banda sonora de Twin Peaks de fondo; ella se va de fiesta con sus amigas. Cuando regresa, de madrugada, él ha terminado su obra maestra y le pide opinión a ella; pero está cansada, agotada, exhausta, ahora mismo prefiere no pensar, mejor se pone los auriculares y se acuesta. Un estribillo repetitivo la induce al sueño: baby, baby, baby, oh… Es Justin Bieber, su ídolo. Ella siempre lo defiende: su padre lo abandonó cuando era bebé y tuvo que ganarse la vida tocando la guitarra en la puerta de una iglesia. Bueno, replicaría el escritor de Madame Bovary, a mí se me han muerto cinco hermanos.
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