Vengo de echar un rato en Enschede, mi ciudad natal en tanto que ser-buromundano. Los sábados hay mercado y en el centro de la ciudad se cita una auténtica avalancha de clasemedianos. Se trata de un espectáculo tétrico. ¿Cómo puede haber tantos millones de gente en este mundo? Y en particular: tantos millones de gente apretujada en tan poco espacio, encimándose la una a la otra, echándose grasa en las solapas y pisándose mutuamente los desperdicios. En un momento dado me agobié tanto que, para recuperar el resuello y la paz, tuve que ¡meterme en el Primark!
La gente es despreciable. Hablo de la gente, probablemente en el mismo sentido en que Pablo Iglesias habla de la gente. Claro que la gente es despreciable, porque viven inhumanamente en el total desconocimiento del inmenso monstruo que hace falta para producir esta vida repugnante de apretujamiento e «higiene» exuberante de grasa que anuncia su pronto colapso por los cuatro costados; un desconocimiento que condena a quienes perciben ya la inhumanidad de la vida urbana incluso ahora, cuando todos sus efectos no se han dejado notar; que condena sobre todo a los que aún hayan de venir al mundo. Por eso la única gente que me da lástima son los niños que circulan hoy por la ciudad, muchos de los cuales no deberían haber venido a este mundo, pero que por otra parte no son -al contrario que sus padres- culpables de desconocer.
Desprecio, sí, a la gente, y la desprecio porque amo a las personas, no a todas pero a algunas. Ahora bien, ¿cuál es el porcentaje de personas que encontramos en la ciudad? Una cifra irrisoria. Los que nos importan son poquísimos; para mí, que me he visto obligado a emigrar, menos todavía.
¿De qué hablan los que piden una «economía para las personas»? ¿No querrán decir una «economía para la gente»? ¿Y qué hace la gente? Ensuciar el mundo, atiborrarse de grasa, cerrar los oídos y los ojos ante las condiciones en que puede darse ese ensuciar y ese atiborrarse, sus efectos, los efectos sobre los demás seres vivos.
Hay que odiar a la gente y tanto más cuanto más numerosa es. Y en particular hay que odiar a quienes quieren que haya más gente: a quienes quieren crecimiento económico, y por tanto más gente; a quienes todavía se toman en serio las religiones que dicen que el hombre debe multiplicarse, y que, como los kikos, llevan este mandato a rajatabla.
Hay que odiar a la gente para que la gente desaparezca y podamos volver a estar entre personas. Esperemos que pronto aparezca una institución global seria encargada de plantear métodos para hacer desaparecer a la gente a medio plazo a la mayor velocidad posible; que esto suceda sin sufrimiento para las personas, o para lo que quede de personas; pero por favor, que suceda sin demora.