Mucho se habla sobre violencia en los disturbios de Barcelona en clave política, pero me pregunto si no es posible leer el fuego de los contenedores en lógica estética. Y es que siempre que veo esta clase de imágenes me debato entre lo incoherente que me resulta la pretendida apropiación del espacio a través de su destrucción y la fascinación que me provoca.
Sospecho que, acostumbrados como estamos al espectáculo incesante, inmunizados ante la toma constante de la calle por unos y otros motivos, unas y otras ideologías, hemos convertido el centro de nuestras ciudades en manifestódromos en los que la apropiación del espacio público ha perdido buena parte de su poder simbólico. Hemos desgastado la fuerza icónica de la masa; y la ciudadanía, todos nosotros, nos hemos acabado convirtiendo en parte activa del espectáculo del exceso, que parece encontrar en la violencia y en la poesía de las llamas el único camino epatante. Sin embargo, cuatro noches más de disturbios, y también comenzaremos a desoírlos (si no lo hacemos ya). No hay peor enemigo de las movilizaciones que la costumbre que genera el paso del tiempo, porque la ciudad tiene el poder de absorber como parte del mobiliario urbano cualquier elemento disruptivo en cuestión de días (recordemos el entrañable parque, deleite de familias domingueras, en el que se acabó convirtiendo la Puerta del Sol en un momento dado de 2011).
Me pregunto si no es momento de encontrar nuevas vías de subversión de los códigos de las movilizaciones. Quizás para ello debamos revisar el sentido de las manifestaciones legitimadas, reinventar el Sálvame indignado que llevamos alimentando más de una década y encontrar nuevos modos, quizás más inteligentes, más sutiles, más silenciosos, de recuperar el poder de la imagen. O abrazar el rollito naif de la Internacional Letrista, qué sé yo.