Las Abasfans cuentan cómo fue infiltrarse en un acto de Vox en Vistalegre

Hace poco más de un mes, cuando todavía estábamos digiriendo que se nos iba a llamar a votar en las segundas elecciones generales del año, Vox convocó un maxi-mitin en el Palacio de Vistalegre con el rimbombante nombre de “Plus Ultra”. Tres miembras del comando Madrid asistimos al evento para hacerlo escenario de un acto ultrarracional caracterizadas como las Abasfans, experiencia que nos causó un impacto emocional tan grande que hemos necesitado todo este tiempo para poder compartir con ustedes esta crónica.

Una vez asegurado nuestro acceso al evento (no es la primera vez que intentamos infiltrarnos en un acto de Vox, pero hasta ahora nunca lo habíamos conseguido porque las entradas se agotan enseguida), nos faltaba decidir qué forma iba a tomar nuestro acto ultrarracional. Tras una infructuosa sesión de brainstorming de varias horas, donde descartamos arriesgadas ideas como acudir al evento a reivindicar la Guardia Mora de Franco, constatamos que trolear a Vox es muy difícil: todas las cosas ridículas que se nos ocurrían ya las ha hecho Vox de forma no irónica. Vox es un partido ya de por sí extremadamente ultrarracional. No por nada el brazo filosófico de Homo Velamine se ha cuestionado si lo que realmente deberíamos hacer es entregarles nuestro voto. Pero ese es otro asunto.

Finalmente nos decantamos por dos valores seguros, que al combinarse ofrecían posibilidades que aún no éramos capaces ni siquiera de imaginar, pobres de nosotras: la bandera española y la cosificación de la mujer. Las lectoras familiarizadas con los actos ultrarracionales sabrán que en el pasado ya nos hemos acompañado de la rojigualda para acudir a concentraciones de aquellos que la veneran, que la odian, y a quienes les confunde profundamente. De la cosificación de la mujer, qué les vamos a contar que ustedes no sepan ya.

Así que nos hicimos con tres vestidos de la bandera de España, sabiendo que, según en qué circunstancias los llevásemos puestos, iban a hacer de nuestras carnes símbolo de una cosa o de la contraria, pero con los que nunca íbamos a dejar a nadie indiferente.

Otras opciones de vestuario que descartamos.

Para asegurarnos de la infalibilidad de nuestro atuendo, la noche antes del evento hicimos una pequeña prueba y nos dejamos ver unos minutos con el vestido por los pasillos de La Ingobernable, centro social autogestionado que frecuenta(mos) lo más granado de la izquierda ecofeminista anticapitalista de Madrid. La respuesta no se hizo esperar. Un par de miradas de espanto y alguien ya nos estaba increpando: “¿Qué te pasa, eres errejonista?”. El vestidito rojigualdo funcionaba. Si en La Ingobernable reaccionaban así, sin duda estaríamos a salvo al día siguiente entre adictos a la bandera.

Llegó el gran día. Nos reunimos en una cafetería en Oporto para cambiarnos y maquillarnos entre familias que desayunaban, ajenas a todo, porque ninguna de las tres nos habíamos atrevido a ir en metro solas vestidas así. Lo más difícil era, como en otros actos ultrarracionales en los que hemos participado, medir correctamente el nivel de surrealismo para que todo saliera bien. Nuestro patriotismo tenía que ser lo suficientemente escandaloso como para llamar la atención de los medios entre miles de voxers exaltados, por lo que no nos cortamos con la purpurina roja y dorada. Y nuestras pancartas no tenían que ser tan obviamente de coña como para que la organización nos quisiera echar por vacilarles, pero tampoco tan inocuas como para correr el riesgo de que reforzaran el mensaje del partido al que pretendíamos parodiar. 

Esto era lo más delicado. Minutos antes de salir, pensábamos con pánico repentino que por mucha minifalda que llevásemos, era imposible que no nos partieran la madre al presentarnos con una pancarta con la cara de Millán Astray diciendo una frase de Mr Wonderful en un auditorio petado de gente que no se avergüenza de que la llamen facha. Pero como nos suele pasar, habíamos subestimado a nuestro público.

Al poner un pie fuera de la cafetería, nos sentimos de inmediato como virgen a hombros de costalero en la Semana Santa de Sevilla. Hombres y mujeres de todas las edades (aunque sobre todo seniors) nos vitoreaban desde la acera de enfrente, alababan nuestros vestidos, nos gritaban “guapas”. Ni caso a Millán Astray. Nos detuvimos tantas veces a hacernos fotos que casi no llegamos a tiempo de acceder al recinto. En la puerta inspeccionaban los bolsos de las asistentes, pero a nosotras sólo nos dijeron: “¿No llevaréis nada morado ahí dentro?”, y nos dejaron pasar con campechanía.

Ya en el vestíbulo, varios periodistas vinieron a entrevistarnos. Aquí nos tocaba aguantar el tipo e interpretar nuestro papel de voxers tontainas (si se nos permite el pleonasmo), pero sin entrarles al trapo y darles material para que se hagan publicidad a nuestra costa. Muchas horas de angustia ha pasado quien escribe esta crónica pensando que Abascal pudiera hacer con nosotras lo que Rivera con el perrete Lucas.

Varios cientos de fotos con concejales y espontáneos más tarde, cuando nos habían invitado a ir con Abascal de gira por Valladolid y habíamos sido capaces de repetir varias veces sin reírnos la palabra “cuqui” delante de un micrófono, pasamos a las gradas para ver el mitin. No aburriremos a las lectoras con muchos detalles, ya que nada de lo que se dijo se diferencia del discurso al que Vox nos tiene acostumbradas, y porque en otras ocasiones ya les hemos hablado largo y tendido de las estrategias comunicativas de la extrema derecha.

Pero lo que sí quisiéramos ser capaces de compartir con las lectoras es lo sobrecogedor de estar entre doce mil personas (el aforo se completó, y cientos se quedaron a las puertas sin poder entrar) gritando fuera de sí “PRESIDENTE PRESIDENTE” a cada barbaridad que salía de boca de Santiago Abascal. Doce mil personas que no son los fascistas malignos que ustedes, nuestras lectoras, tal vez imaginan, sino Gente Entrañable como su vecina del quinto o el señor que le da la vez en la frutería. La España viva, lo llaman.

Entre intervenciones se animaba todavía más el cotarro con la proyección de unos vídeos, simples pero efectivos, que yuxtaponían imágenes destinadas a llevar al público de la furia al éxtasis, del éxtasis a la furia, y vuelta a empezar: abucheos para las imágenes de feminazis pidiendo machete al machote, seguidos de vítores para un feto no abortado, un abuelo y su nieto en un parque, gente abrazándose en un aeropuerto. Gritos de «muerte a Ferreras», queremos la cabeza de Jordi Évole; Abascal a caballo al borde de un acantilado, ¡guapo! Puigdemont al paredón, abajo los catalufos; viva el jamón y el queso manchego. Aquí no pudimos evitarlo y, ante la imagen de un plato combinado, tuvimos que gritar: “¡Arriba la chistorra!”, a lo que una mujer en el asiento de delante respondió: “¡Arriba!” Nuestro surrealismómetro estaba roto.

Exhaustas, salimos un poco antes de que acabase el último discurso, sin saber que aún nos esperaba lo peor. Ya era pasada la hora del vermut, dentro había bar y se cerraba el acto con el himno de España sonando a todos los decibelios y confeti rojo y amarillo lloviendo sobre los asistentes. Así que cuando se abrieron las puertas, y se liberaron hordas de señores ebrios de cerveza templada y patriotismo, hambrientos y un poco cachondos después de las palabras de su líder, allí estábamos nosotras tres solas en el vestíbulo, sin otra protección que los colores de España.

 

Un señor un poco perjudicado le explica a Demófila que “la mujer es superior al hombre, porque es la esencia de la naturaleza”.

Cuando por fin dimos el acto por concluido, después de que varios señores nos pidieran nuestro número y que varias manos se acercaran peligrosamente a nuestras nalgas, nos escabullimos a un Telepizza a cambiarnos de ropa y quitarnos los tacones. De nuevo éramos personas, pensamos, se acabó la cosificación. De nuevo, nos equivocábamos. En los días sucesivos, múltiples imágenes de las Abasfans se difundieron por internet, y las mismas mujeres que en Vistalegre habíamos sido las más guapas del reino, ahora éramos la cosa más horrenda que los ojos de los internautas contrarios a Vox habían tenido la desgracia de ver.

También se usó nuestra imagen en este meme destinado a hacer burla de los nostálgicos del franquismo.

La bandera de la patria nos había transferido su superpoder de despertar lo mismo admiración que asco, haciéndonos menos persona y más símbolo. ¿Hubiera pasado lo mismo, en Vistalegre y en las redes, si los Abasfans hubieran sido tres tíos recios vistiendo tan solo una bandera de España atada a la cintura? Esa es una pregunta que le dejaremos responder al heteropatriarcado.

Como siempre que hacemos un acto ultrarracional, al día siguiente despertamos con bastante purpurina aún pegada en la cara y muchos más interrogantes. ¿Contribuyó en algo nuestra burla aquel domingo a frenar el avance de la ultraderecha? ¿Contribuyeron en algo las activistas de Femen que habían estado encadenadas a la verja de Vistalegre unas horas antes de que nosotras llegásemos? ¿O quizás sólo nos prestamos, ellas y nosotras, a ser otra imagen que cada quién incorpora a su narrativa como más le conviene, ya sea para llamar a la devoción o al odio; un poco como se hace con la bandera de España?

Mediterráneo Digital usa la imagen de Femen para reírse del feminismo.

Lamentablemente, no tenemos respuestas para estas preguntas. Si lo desean, pueden incorporarlas a sus jornadas de reflexión antes de ir a votar este domingo, y contarnos si llegan a alguna conclusión. La única certeza con la que nosotras podemos dejarles es que la Vogue se equivoca cuando nos dice que todas debemos tener un little black dress en nuestro fondo de armario: sin duda la prenda más versátil que puede poseer una mujer, damos fe de ello, es un trapito amarillo y rojo.


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