Yo tenía hace muchos años un amigo que todos los meses visitaba por negocios una de las fábricas de armamento más grandes de Europa, uno de esos motores de innovación que han llevado a España a un holgado quinto puesto en el ranking mundial de exportación de armamento. Según cuenta mi amigo, el gerente de dicha fábrica tendía a hablarle con orgullo de las bombas de racimo que hasta el año anterior habían salido de las líneas de montaje de la fábrica y que la Convención sobre Munición de Racimo de 2008 había tirado por tierra. No sé si la historia de mi amigo es cierta, pero siempre causa disgusto cuando la cuenta en fiestas: caras largas, chasquidos de lengua, sacudidas de cabeza, falsos guiños como de dolor. Esa historia causaba mucho más efecto que la realidad de que España exporte un 2.9% del armamento que después de utiliza en Siria, donde algunas fuentes apuntan que puede haber medio millón de muertos; incluso hacer la burda cuenta de que 2.9% de esos muertos aún son 14.500 muertos, o cinco veces lo que causó el 11-S, o diecisiete veces lo que ETA mató durante toda su existencia, sigue sin generar la misma perplejidad que la falta de recato del gerente. Podemos pensar que la razón de esta disociación es que para nuestro cerebro de simio un muerto es una tragedia y 14.500 muertos son una estadística, pero ocurre lo mismo si reducimos la escala de la masacre a una perfectamente inteligible: la carcajada prepotente de Dylann Roof, que mató a nueve personas en una iglesia negra en Charleston, encendió a los medios de comunicación mucho más de lo que lo hizo toda la sangre derramada gracias a la supremacía blanca.
La irritación la produce la falta de decoro, la ausencia absoluta de formas y de saber estar. No soportamos que el que mate no mate bien. Esta es la razón por la que al electorado blanco americano se le atragantan las deportaciones que realiza el patán de Donald Trump entre cheese burger y cheese burger mientras que las sucedidas durante el gobierno Obama, que expulsó del país al mismo número de inmigrantes que la suma de los deportados por los cinco presidentes que le precedieron, ni siquiera aparecieron en los medios de comunicación excepto en los de un par de panfletos rojos a los que nadie hacía ningún caso. Barack Obama, con su sonrisa sin mácula, sus conciertos con Beyoncé y sus sosegadas llamadas a la calma, podía accidentalmente calcinar una ceremonia nupcial en Yemen sin que temblaran los titulares porque era guapo, amable, carismático y (como nos recuerda el Huffington Post a diario) extremadamente educado.

Pero podemos regocijarnos, porque este mundo de pelucas empolvadas y pre-ironía política está muriendo a mayor velocidad que la de los recién casados yemeníes. La derecha mundial ha descubierto de nuevo la inmensa potencia de dejar los buenos modales a un lado, un descubrimiento que hizo bastante antes de que Trump aterrizara en la Casa Blanca con un sordo sonido húmedo como quien deja caer un pescado sobre la encimera. Plop. La identidad conservadora en el siglo XXI no tiene necesariamente que vestirse de llamamientos al orden y a la Seriedad y Responsabilidad: han descubierto que el Pueblo entiende mejor un tema machista en Forocoches o dos memes sobre los judíos y las cámaras de gas que un discurso de Rodrigo Rato sobre la prima de riesgo europea. Han descubierto, aparentemente antes que nadie, que el Pueblo se resiente ante la intelectualidad, ante el snob con gafas que quiere guiarles a través de la noche del destino pero después se marea cuando ve una gota de sangre. ¿Y hay mayor significante de esa superioridad que el uso compulsivo de buenos modales? Las clases altas culturales, que hasta hace poco tenían el monopolio de la mala educación en forma de excentricidad, han visto cómo las huestes furiosas arrebataban su fuego y después lo mostraban al mundo sobre los restos ardientes de Francisco Umbral junto al renovado grito de «vivan las cadenas.» El debate político ha estallado, como tenía que estallar: tildar a tu contrincante de maleducado ya no sirve de nada. Perdón: ya no sirve para una puta mierda. La única manera de ganar el debate político es ser más cabrón y resabido que el otro. Los infelices de Podemos harían bien en dejarse de núcleos irradiadores y en mandar a sus jóvenes huestes a hacer chistes sobre encerrar a Casado y Rivera en un gulag en Las Hurdes si quieren comerse algún colín en este valeroso mundo del mañana.

¿Y por qué tiene que ser esta realidad algo negativo, joven centro-izquierdista que por alguna razón desconocida estás leyendo esto? ¿Por qué aprietas tu copia de los Dos Tratados de Locke contra tu pecho mientras dos lágrimas gruesas resbalan por tu cara hasta caer en el Yatekomo del Mercadona que estás comiendo para cena? Piensa en tu lucha de clases, esa lucha a la que has dejado de lado a cambio de acceso mensual a Netflix. ¿Acaso hay mayor ecualizador del debate entre clases que el uso estratégico del ad hominem? Camarada: quizá usted no sea lo suficientemente idealista y/o garrulo para ponerse la capucha de antifa y salir a zurrar a cualquiera que le parezca facista, pero puede aún burlar al explotador que desde el púlpito le niega la educación de manera sistemática, por lo menos hasta que Pablo Casado inevitablemente lleve la nueva realidad hasta la Moncloa. Mande sus buenos modales a la mierda: vuélvase un cabrón redomado. Y hágalo también en su vida diaria: defiéndase de la retórica viscosa de su gerente y hágalo cagándose discretamente en su puta madre y riéndose con sus compañeros de lo feos que son sus hijos. Recuérdele que la violencia no siempre va encauzada en forma de ladrillazo a escaparate o performance de los antidisturbios. Que conozca por fin la vulnerabilidad. Que aprenda que el mundo no es un club de debate ni ese maldito musical de Hamilton. ¿Y si su jefe ya se ha unido a la nueva ola y le responde que es usted un/a mierdas? Entonces prepárese para el choque de cuernos: ni un paso atrás.
Al menos el fin del mundo será entretenido. Perdón: vistoso de cojones.