Manolete era vegetariano.
–Manolillo, ¿no te vas a comer el chorizo de las lentejas? –le preguntaba cada domingo su tía Concha.
–No, tía Concha –respondía indefectiblemente Manolete–. Ya sabes que no me gusta comer carne.
Era un ritual. La tía Concha ya sabía la respuesta, pero tenía que intentarlo por si acaso en los últimos siete días se le había pasado la tontería a su sobrino. Pero nunca se le pasaba.
A veces, la tía Concha le preguntaba:
–Y tú, que eres torero, que te ganas la vida dando la muerte a animales, ¿cómo se te ocurre no comer carne?
–Tía Concha –respondía Manolete–, yo al toro le miro a los ojos, me entrego a la suerte y la pericia, y lo mato, como él me podría matar a mí. Pero a este cerdo, o a esta masa informe y grasienta que queda de él, ¿cómo podría comérmelo? Sólo tendría autoridad para hacerlo si lo hubiese degollado yo mismo, e incluso si antes hubiese ido con él al cine y le hubiese pagado las palomitas.
–Ay, Manolillo, qué cosas dices.
–Es un decir, tía. Pero no soy lo suficientemente ruin como para encargar a otro a dar muerte a un animal para mi conveniencia. Es peor incluso que los cobardes que se sientan en las gradas a contemplar cómo me juego la vida.
–¡No faltes al respeto de quienes te dan de comer, Manolo!
–Es así, tía Concha. Pero los peores son los que critican los toros por espectáculo sangriento, y luego se entregan con devoción al pollo de supermercado envasado al vacío. Todos mis toros tienen nombre, a todos me entrego y me enfrento de tú a tú, pero esas pobres vacas desconocidas son víctimas de una brutal degradación y de una aniquilación planificada. ¿Qué abyecto ser podría ser capaz de mandar a otro a hacer tal cosa? ¡Y dicen que es por necesidad, porque algo hay que comer! ¡Lo útil, siempre lo útil! Bien sabe Dios que este chorizo que adereza tus guisos debería estar hecho de la carne de esos hipócritas, y no de la de gorrinos inocentes. ¡Sólo así puede haber justicia! Cuando eso ocurra, yo ya veré si dejo de ser torero.
–Ay, Manolillo, qué pájaros tienes en la cabeza.
–La civilización engendra barbarie, tía Concha.
–Cómete las lentejas, anda.
–¡Mmmmm! ¡Qué saborcito tan rico, tía!