Este texto forma parte de la serie de relatos neonormales por entregas que publicaremos de forma aleatoria e impredecible.

La alarma del móvil sonará a las cinco de la mañana, aunque yo ya estaré despierta desde hace mucho a causa de los nervios. Releeré este mismo texto para cerciorarme de que no me olvido de ab-so-lu-ta-men-te-na-da. Mis compañeras de piso seguirán dormidas, supongo.
Me deslizaré con sigilo desde mi habitación a la cocina para desayunar y, en silencio, disfrutaré de ese momento del día que parece haberse escapado con insospechado virtuosismo estratégico de cualquier intento de reglamentación. ¿Las cinco de la mañana? ¿A quién le importa esa hora desde que los after —ecosistemas para el intercambio de sustancias e identidades por antonomasia— están vedados? El canto de un ruiseñor intempestivo y el chorro de agua a presión del camión de la limpieza —que riega las calles a bocajarro por las noches para garantizar la higiene a ultranza de la Nación— es lo único que se escuchará a través de la ventana.
La grandilocuente mochila aguardará debajo de la cama hasta que llegue el momento preciso.
Me lavaré los dientes.
Y todo parecerá normal, hasta que se vuelva más-normal. Rozando lo anodino.
El alba traerá movimiento a la casa. Rocío bajará al kiosco entre las nueve y las diez de la mañana, que es la franja horaria destinada a tal efecto, teniendo en cuenta la fase en la que nos encontramos —fase 67— y también su edad, su clase social, su sexo clínicamente diagnosticado, su raza asignada tal y como consta en el registro oficial de su nacimiento, certificado y compulsado a su llegada a Marca-España hace dos años en calidad de turista —categoría con la que se nombra a la nueva inmigración; mientras que el turismo ha pasado a denominarse Salvación de la Economía: la Salvación de la Economía (otrora, turismo) es el único flujo que transita el espacio con total excepcionalidad, o sea, libertad—. Rocío volverá del kiosco con el ejemplar del BOE debajo del brazo y una flor engarzada en la parte superior de la oreja —suele ser un diente de león que sustrae de entre la flora ruderal, especialmente frondosa a pesar de la ultra-higiene nacional, palpitante criatura tentacular oriunda del resquebrajamiento que deteriora el cemento urbano—, y se pondrá a leer en alto la sección del horóscopo que figura al inicio del Boletín, sentada en el sofá del salón.
—Virgo: según la resolución aprobada con fecha de 14 de mayo de 20??, tu proceso amoroso se encuentra en período de evaluación. Libra… ¡Esto te interesa, Sonia! Escucha. Libra: te encuentras en la lista de subsanación de expedientes, la fecha para la tramitación de la documentación requerida expira en una semana… ¡Vaya, lo siento, tía! A ver Piscis…
Yo barreré el suelo, como cada día, danzando al son del oráculo de Rocío, y, más tarde, Sonia bajará al área de alimentación del Mercadona —los demás establecimientos han desaparecido y ahora todo se obtiene allí; de hecho, el kiosco al que me he referido antes está dentro del Mercadona, pero a algo más de un kilómetro de distancia de la zona en la que se encuentran las viandas— y adquirirá lo más básico y necesario. Bueno… Y se hará con unos litros de vino también, porque hoy es un gran día. Luego volverá a casa y, al abrir la puerta, dirá:
—Todo pasará. Racionalicemos el miedo —imitando la voz en off de la megafonía del supermercado.
Siempre nos saluda con el mismo chiste cuando regresa de hacer la compra.
Colocará los productos en la nevera y en los armarios de la despensa mientras silba y canturrea el hilo musical corporativo: «Mercadoooona, Mercadooooona». Ya era hora de que Marca-España tuviese un himno con letra, joder.
«Todo pasará»… Eso dijeron en la fase 0.
Ahora, todo es permanentemente temporal. Los ERTEs son el nuevo paro. Y el paro… El paro ya no existe. ¡Ya no hay desempleo! ¡Hurra! Porque todo es temporal. Todo pasará. Todo es solamente-durante-un-rato. Un momento. Un instante. Por eso cambiamos de fases, para que lo temporal pueda ser. Si no fuera por las fases, cualquiera podría decir que todo sigue casi igual. O, al menos, parecidísimo. Tan normal como siempre, vaya. Lo mismito.
Pero no: todo es muy normal.
Para cuando llegue la hora de comer, ni Rocío ni Sonia se habrán dado cuenta de nada. Y yo seguiré comportándome con disimulo, haciendo cualquier cosa durante cada fragmento de tiempo. Leyendo esto o aquello. Viendo tutoriales de las muchas tareas y actividades que se pueden llevar a cabo de puertas para adentro, lo que incluye aprender a soldar y forjar online.
A la hora de la siesta, Sonia y yo nos tumbaremos en cada cama de nuestros respectivos cuartos. Y Rocío se quedará tomándose un café solo o con leche y tanteando lo que echan por la ventana. Hay una programación continua de micro-espectáculos en el vecindario. Es una especie de Facebook analógico. La gente luego sube las grabaciones de sus performances a sus perfiles en redes sociales. De este modo, si te has perdido alguna cosa, luego la puedes ver en diferido. Pero a Rocío le gusta la magia del vivo-y-en-directo, por alguna extraña razón.
Aunque tengo la sensación de que el vuelo de los vencejos y el pedaleo del ejército de riders de Glovo —Correos, al igual que el desempleo, ya tampoco existe— siempre le pasan desapercibidos.
Como, a pesar de la rotunda normalidad, hoy es un día especial, nos dedicaremos a ponernos elegantes en lugar de preparar la merienda. Siempre me ha gustado el vestido rojo-pasión de lentejuelas que Sonia tiene tendencia a elegir para estas ocasiones. Estoy segura de que esta vez también se lo pondrá.
Yo he sacado de los cajones una blusa morada de gasa y unos pantalones negros que creo que me favorecen. Al llenarse del aire que llega del exterior, la blusa se infla como un paracaídas y siento la tentación de aprovechar la inercia y salir volando.
Rocío engalanará la mesa y empezará a servir las copas de vino antes de tiempo. Así que, al llegar al umbral de las ocho de la tarde, nosotras ya estaremos borrachas como cubas.
A falta de un cuarto de hora, encenderemos la televisión. Ya solo la vemos en los días como hoy. Anne Igartiburu, con su flamante e inédito vestido-de-gala rojo de la firma Hacendado —que a mí siempre me parece mucho más feo que el de Sonia; será porque sé que Sonia se compró el suyo en un mercadillo cuando los mercadillos aún no formaban parte del monopolio de Juan Roig— nos explicará de nuevo cómo funciona el reloj de la Puerta del Sol.
Que si los cuartos. Que si las campanadas.
Una uva por dong hasta que lleguemos a la última: la octava.
Es una tontería, pero nos seguimos poniendo nerviosas al vivir este momento. Bueno, claro, es que — invariablemente— vamos cocidas hasta las cejas, también es verdad…
Al filo del final-hacia-el-comienzo, me parecerá que Sonia y Rocío están guapísimas, y las miraré con los ojos achispados por el alcohol y por la libido.
Y, de repente, los cuartos obligarán a que se haga la quietud.
Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, y, ¡pum!
—¡Feliz fase 68! ¡Feliz y próspera fase nueva!
Anne Igartiburu descorchará una botella de cava, cortesía de las bodegas Hacend… Silenciaremos la televisión y ya solo se verá la imagen muda del jolgorio en pantalla. Y nosotras nos abrazaremos. Y el vecindario enloquecerá desde todos los balcones.
Y los putos petardos asustarán a los animales.
Porque hay cosas —como todas, menos las fases— que no cambian.
Arrancaremos una nueva hoja del calendario post-pandémico —que está habitado por la temporalidad de la incertidumbre, tan propia de lo que es casi-igual, casi— y la vida parecerá ir avanzando con la seguridad de la progresión numérica.
Sentiré una punzada de vacío a la altura del esternón ante el miedo a envejecer en vano.
Este pasar continuo de una fase a otra me hace recordar aquel juego infantil que consistía en intentar contar cada vez más lejos… Hasta el infinito —hipnótico guarismo—. ¡No, por favor!
¡Qué agobio!
Bailaremos, nos besaremos, nos abrazaremos, y esta velada desenfrenada parecerá calmar el deseo palpitante de nuestras tripas temporalmente. Escribiré un mensaje en forma de te quiero lanzado al aire —saturado de red Wifi y tecnología 9G— hacia cualquiera… O alguna chorrada similar, de esas que yo tanto pronunciaba cuando estaba permitido salvar la distancia de los dos metros de rigor entre personas «desconocidas» —que, según la nueva acepción acuñada por la nueva RAE y el nuevo Arturo Pérez Reverte, son casi todas—. Te quiero: dos palabras que sigo poniendo en juego más por nostalgia que por otra cosa. Por el vértigo que se siente al escribirlas, al teclear: al cometer el acto físico —fisiológico— de hacerlas. A veces, un texto es el fin último de mis delirios. El texto mismo es el fin —el destino—, no el medio, ¿entiendes?
Como si todo ocurriera (u)A(t)H(o)O(p)R(í)A(a), en este escribiendo.
Dejaré que se sucedan las horas hasta que la calma regrese.
Las juergas fin-de-fase no suelen devenir en desfase —menuda broma de mierda, ya lo sé—. Quiero decir, que no se prolongan demasiado. Las primeras juergas sí que fueron gloriosas, pero ahora la gente ya cada vez se cansa más temprano. Y ni rastro de sabotajes ni de motines. Así que, a media noche, y haciendo uso de los «derechos» que la fase 68 pone a mi disposición, me disfrazaré de runner y correré hasta los límites del municipio, los cuales, si te digo la verdad, no sé muy bien dónde quedan.
¿Dónde termina Madrid?
¿Termina?
Correré como si me gustara el deporte. Y, al traspasar el término municipal —yo misma decidiré cuándo acontece dicho momento liminar, ya que no lo sabré nunca con exactitud—, correré solamente por correr.
Lo confieso: mi idea es convertirme en una especie de cuerpo-maquis emboscado. Darme al monte. Aunque ya sé que esto es una idea absurda… Porque, cuando se termina Madrid, no empieza el campo, sino el ramaje de la conurbación, el suburbio, la periferia, el polígono industrial, las gasolineras y los clubs turbios, los descampaos gigantescos, las continuas intersecciones con las sucesivas carreteras de circunvalación, las mascarillas enhebradas entre las plantas y los condones usados en las cunetas. Sí, ya lo sé: sé que lo metropolitano, al igual que Mercadona, no se agota nunca…
Como ves, esta parte del plan ya la tengo menos definida. ¿Qué haré?
Practicaré la exterioridad. Las afueras.
¡Ojalá!
¡Ojalá poder ser tan rara como antes! ¿Te acuerdas? Cuando una podía perderse.
Cuando vivía enamorada hacia cada pequeñez insólita.
Tú qué te vas a acordar…
Cuando escribía poseída por el algodón y el incendio,
desenfrenada hasta el hartazgo,
ahíta por la pulpa gelatinosa de un melón azul:
zanja de amores,
zarza de ayeres.
No me leas con esos ojos, no estoy intentando huir a la naturaleza y dejar la humanidad atrás. Esto no es un eslogan, ¿o sí? Esto no es una búsqueda de nada. No te pienses que soy gilipollas, ¿o sí? No es ese romanticismo cursi el que deseo, ni mucho menos.
(¿O sí?).
Esto pesa más (ahora estás siendo testigo de mi zozobra y de mis intentos salvajes por justificar un gesto; aparta un poco esa mirada).
Que dejes de leerme tan literalmente ya, hostias.
Crees que soy patética, ¿verdad?
¿No ves que no sé qué viene luego?
Lo sé todo hasta aquí. Lo tengo claro todo hasta aquí.
Y, a partir de aquí, ya no puedo seguir narrando esta historia usando el futuro imperfecto de indicativo. Ya no puedo decir más.
¡Y yo qué sé!
No me leas con tanta seguridad.
Ya me imagino lo que estás pensando: que la grandilocuente mochila sigue debajo de la cama. Que no la he cogido. Que se me ha olvidado —y que la narración se ha vuelto inconsistente, ¡cómo me gusta decepcionar(te)!—. Creías que era para el viaje, ¿no?
Para este viaje hacia las tinieblas.
Te he pillado.
Pero, ¿qué viaje? No me marcho a ningún sitio. ¿Ves cómo es tu mirada la que quiere narrar este cuento sin paciencia ninguna antes de que acabe?
Deja de obligar a la lectura a tener lugar ASÍ, tienes que torcerla un poco más.
Venga, te acompaño.
ASÍ.
Esa grandilocuente mochila está llena de papeles, borradores de las diferentes versiones de planes de fuga que he ido elaborando, adaptados a cada una de las fases.
Plan de fuga 0.
Plan de fuga 1.
Plan de fuga 2.
Plan de fuga 3.
Plan de fuga 4.
Plan de fuga 12.
Plan de fuga 29.
Plan de fuga 36.
Plan de fuga 58.
Plan de fuga 67.
(Y hoy).
Dime, tú, que quizás lo tengas más claro: ¿siempre vuelvo?
Eh, ya que pasa usted por aquí…Si le ha gustado lo que ha leído, piense en apoyar Homo Velamine. No hemos querido inoportunarle con anuncios de todoterrenos que mejoran las relaciones sexuales ni bolsos que elevan la clase social, pero necesitamos sobrevivir. ¡Ayude a mantener Homo Velamine y combata con nosotras el cuñadismo! Desde 2 euretes al mes, que es casi como decir nada. ¡Apoye a Homo Velamine! |