Móstoles al fondo de la línea 12

El interior de un edificio en Móstoles. (c) Redpiso.

Un automatismo le estaba salvando el cráneo. La puerta metálica disponía de algún dispositivo que, al detectar un obstáculo interpuesto entre ella y el muro, detenía su avance. El obstáculo era la cabeza de un chico de unos catorce años y el dispositivo, que no sé cuánta presión ejercía antes de abrirse brevemente, se empeñaba en golpear una y otra vez, tratando de cumplir maquinalmente con su tarea: cerrar el paso para los coches de un aparcamiento sobre cuyo asfalto estaba tendido e inmovilizado el adolescente.

No sé si esperaban triturar su cerebro o creían sinceramente que todo eso era una broma. En aquellos años la frontera entre una cosa y la otra era permeable.

Entre varios habían colocado al chaval en el suelo, de manera que su frente quedó justo en el raíl que marcaba el camino de la puerta eléctrica. No sé si esperaban triturar su cerebro o creían sinceramente que todo eso era una broma. En aquellos años la frontera entre una cosa y la otra era permeable (el homicidio y el juego malintencionado, la simulación de una paliza entre amigos se convertía pronto en una paliza real) y cuando se hartaron de los golpes casi inofensivos (algún ingeniero habría pensado en algo así o, más bien, en un coche parado que no abollar) dejaron al muchacho en paz. Tranquilamente se levantó, recogió su mochila y volvió a casa después de un día de instituto, estaría deseando que no se le enfriaran los macarrones tras el contratiempo.

Era la primera década del segundo milenio (todas las tiendas de informática tenían nombres relacionados con esto, ahora son casas de apuestas), yo tenía la edad de la víctima, llevaba en el bolsillo un MP3 de 256 megas con un disco de Eminem y otro de Evanescence recién descargados, y había presenciado todo esto fingiendo aprobación porque temía también por mi propia cabeza. Estábamos en Móstoles, vigésimo séptimo municipio de España por número de habitantes, a algo más de veinte kilómetros de distancia del centro de Madrid y ejemplo clásico de ciudad dormitorio que en los últimos años parece haber desarrollado una cierta autonomía respecto de la capital.

«En 2009 iba al centro de Madrid para hacerme fotos con famosos.»

Todas las infancias felices se parecen y la mía en Móstoles lo fue. Entonces no tenía conciencia de estar en una ciudad alejada aunque fueran frecuentes y pesados los desplazamientos por la Carretera de Extremadura para ir a visitar a mis abuelos o primos, que vivían en el centro de Madrid (me parecía un lugar inabarcable). Pero llega la juventud y todo se complica. “Era una edad de libros y de escasos placeres”, escribe en un verso Luis Antonio de Villena, y aun más escasos se vuelven si vives en un sitio que en los mapas parece cerca de todo pero que en realidad queda al fondo de un abismo repleto de autobuses verdes y trenes de cercanías.

Me pasé media adolescencia queriendo parecerme a mis compañeros de clase (incluso me compré algunas gorras, triunfaban el tuning y el estilo cani) sin mucho éxito y con bastantes disgustos por el camino (balonazos en los Campos de Fútbol Íker Casillas, que honran a nuestra gloria local); y la otra media tratando de alejarme de todo aquello. Durante algunos años viví entre foros (empezaba Forocoches, entonces en el foro de Torbe se hablaba de cualquier cosa), bastantes novelas (esto me quedaba cerca: mi padre es profesor de lengua) y unos paseos que ahora me resultan tiernos: algunas mañanas faltaba al instituto, me tragaba una hora o algo más de autobús y merodeaba sin un euro para conocer las calles del Centro (pensaba que me vendría bien tener un mapa mental de Madrid cuando al fin pudiera vivir en ella). Lo que más me gustaba era mirar hacia los cierres echados de los bares de Malasaña, que por las mañanas huele a pis, intuyendo que allí se escondía algo.

Una amiga, autóctona como yo, se echó a llorar al escuchar a tantas personas a las que nuestra ciudad les parecía exótica como una película del primer Pasolini.

Con el tiempo empecé a frecuentar esos bares y entonces vivir en Móstoles se convirtió en un problema logístico antes que estético, porque lo cierto es que la ciudad, aunque es muy anodina (un amigo me dijo que “sería la ciudad más anodina del mundo si eso no fuera otra forma de destacar”) está bien cuidada y sus calles no son desagradables. Las noches cuando se vive tan lejos quedan cronometradas y no existe mayor desgracia que perder el único autobús nocturno que puede llevarte a casa de madrugada. Así, se desarrolla toda una red de conocidos solidarios que ya viven en el centro (pisos compartidos de los estudiantes que llegaban a Madrid desde sus respectivas provincias y a los que tanto envidiaba) dispuestos a acogerte en su sofá si la noche se tuerce, también a veces se afila el instinto porque ligar significa tener dónde pasar la parte más profunda de la borrachera. Tuve coche durante bastante tiempo y entonces entendí la desesperación de los que trabajan lejos de casa: yo creo que una rutina de atascos y parquímetros te va erosionando la existencia hasta dejarte exhausto en la A5 a la altura de Campamento.

Y es que la distancia es la herida de la periferia. La distancia es un obstáculo físico (aplicando la cinemática básica lo podemos convertir en tiempo: alrededor de una hora, algo menos en autobús, algo más en Metrosur) pero también mental, que crece y se convierte en el eje de buena parte de lo que se piensa y de lo que se siente. La fantasía es recurrente: qué habría sido de mí, cómo me iría si hubiera vivido siempre donde suceden las cosas interesantes, si ya desde antes me hubiera podido relacionar con quienes ahora me relaciono. Y permanece tatuada esta duda de por vida por más que la realidad, siempre más sólida que un conjunto de recuerdos vagamente grises, se empeñe en indicarnos que hay poco o nada que aprender en el centro que no se pueda aprender en Móstoles o Alcorcón, que si existe una grieta entre uno y el mundo (y qué otra cosa es la adolescencia) esta va a permanecer hasta en el barrio más divertido, que en Malasaña, como nos indican todas estas revistas culturales donde hacemos sociología inventada y sin método, los que montan cosas son gallegos.

El exterior de un edificio en Móstoles. (c) Idealista.

Hay otra distancia que es la que intentan marcar y establecer entre sí los habitantes de todas las ciudades de este tipo. Supongo que se trata de un esfuerzo universal, un ruido molesto y triste que en todas partes suena igual: a envidia y a codicia, a desprecio por el vecino. Así, estas ciudades dormitorio ya no tan desfavorecidas, quedan lejos de la sociedad de chabolas y solidaridad obrera que muestra el documental “Flores de Luna” (en El Pozo del Tío Raimundo las casas, por llamarlas de alguna manera, se tenían que construir durante una sola noche para que al llegar el día la ley de los años cincuenta las salvara del derribo) y se llenan de posibilidades para demostrar tu posición un poquito por encima de la del inmigrante recién llegado, o que te has sabido mover mejor que otros, o que tú por allí estás solo de paso. Se celebran comuniones suntuosas, existe una escala de dentistas que mide su pericia pero también lo conveniente que es que te vean acudir a ellos o lo guapas que son sus enfermeras y hay dos colegios privados que aseguran que el hijo de uno no se va a cruzar con marroquíes. Triunfa el relato liberal del mundo quizá porque el mundo, hasta hace poco permitía cosas que no estaban tan mal: el centro pilla lejos pero se puede ir en coche diésel. Va a ser difícil convencer a los que no tienen patinetes eléctricos en la puerta de casa de que impedirles acercarse a la ciudad en su coche es una medida de izquierdas.

Por mi parte, al fin vivo en Madrid y mis padres también, así que podría pasar el resto de mi vida sin volver a pisar Móstoles (dicen que Bowie sólo regresó al suburbio a las afueras de Londres en el que había nacido y crecido una vez desde que empezó a tener éxito y se pudo mudar al exclusivo barrio de Chelsea). Sin embargo, ahora empiezo a recordar las cosas buenas de aquel lugar: los cumpleaños en el Centro Comercial Opción de Alcorcón, que lleva ocho o diez años vacío o quizá habitado por los fantasmas de todos los niños que tirábamos petardos en el interior de sus cines cuando las madres dejaron de venir a cuidar de nosotros, el Burguer Oskar, donde se hacen unas tortitas con nata deliciosas, y algunos bancos en los parques donde no fue tan terrible beber las primeras litronas.

Además, tengo que regresar cada otoño, porque en el Centro de Arte Dos de Mayo se organiza el Festival Autoplacer y entonces todo el mundo quiere ir hasta Móstoles para ver los conciertos. Es verdad que en la última edición una amiga, autóctona como yo, se echó a llorar al escuchar a tantas personas a las que nuestra ciudad les parecía exótica como una película del primer Pasolini, pero a mí es un día que me gusta. Por una vez yo podía ofrecer mi sofá a los demás, indicar cuál es el mejor bar y ahora soy el único que sabe a qué hora pasa el último tren que sale de Móstoles.


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