No es la Ley D’Hondt, son los viejos

Hace poco visité el barrio de El Quiñón, en Seseña. Ya saben: en la mismísima frontera de Toledo con Madrid para evitar impuestos, donde descampados y chonis se dan cita en medio de la nada, la ordinariez está en su reino y el ladrillo y la uniformidad sepultan cualquier atisbo de sentido estético. Los balcones, eso sí, se engalanan con banderas de España, que es donde la clase obrera sintetiza sus valores, muy a pesar de Willy Toledo et. al. Cosa buena, porque El Quinón representa, como ningún otro sitio, el “sueño español” de casas baratas, megalomanía y picaresca.

Megalomanía. El nombre oficial de El Quiñón es “Francisco Hernando”. Es el nombre de su promotor, más conocido como “el Pocero”, que le dió lo más suyo en un arrebato de generosidad. E hizo bien, porque si El Quiñón representa el sueño español, el Pocero representa al gerontócrata común: un iletrado que ha pasado de la más absoluta miseria a la más absoluta riqueza. De racionar el pan a comer langostinos los días pares, de transportarse en burro a tener la tasa de aeropuertos por cabeza más alta del mundo, de trabajar en lo que saliera a cobrar gratis del estado o de un amiguete, de la supervivencia del más fuerte a colapsar la sanidad gratuita con las más vagas dolencias, de luchar contra la naturaleza a verla doblegarse ante miles de obras y autopistas, etc. Y todo ello en apenas 20 años.

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En definitiva, una generación que ha experimentado el salto del tercer mundo al primero. Mejor dicho, del subdesarrollo al sobredesarrollo. Quedó entusiasmada, como es natural, y no vió el momento de parar. Ni siquiera el pinchazo de la burbuja inmobiliaria puso freno a su ambición desarrollista. Pero, en fin, hubiera dado igual, porque para entonces ya había dejado España sobredimensionada: sobreinfraestucturada, sobrecualificada, sobrevalorizada. El sueño de los mayores ya se había convertido en la pesadilla de los jóvenes. Dejaron a España como a una versión nacional de El Quiñón: artificial, grandilocuente, fea y torpe.

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En las ultimas decadas del s. XX y comienzos del XXI coexisten en España generaciones nacidas en una sociedad agraria con la peor mortalidad de Europa con otras nacidas en un país moderno que tiene una economía de servicios y una de las mayores esperanzas de vida del mundo.
Documentos RNE: Cambio demográfico en España

Lo peor es que no quieren parar. Impelidos por el deseo de escapar de la miseria, nuestros mayores votan para solucionar problemas de hace 50 años, alimentando los problemas de hoy. Son personajes doctos en las cosas prácticas y sencillas de la tierra, pero imposibilitados para el pensamiento elevado o el sentido estético por negárseles el recreo en su niñez, que a pesar de ello idealizan. Aman con el corazón a su familia y su patria («amarla y odiarla es la misma cosa»), pero son insensibles a cualquier otra cosa por la crudeza de su infancia. ¿Pueden estas personas dirigir el curso de un ente largoplacista como una nación? Rotundamente NO.

Y sin embargo, lo hacen. En España hay once millones y medio de votantes mayores de 60 años. Un 31,5% del total. En cambio, sólo el 14% de los votantes es menor de 30. Nuestra democracia les otorga alegremente el poder de elegir a los mayores, que ellos reparten entre quienes prometen estabilidades y ramones garcía en nochevieja. Corroen España desde el pasado y la guían por el fatídico camino del funcionariado y la pensión. Y no se piense que, por viejos, van a durar poco: el apogeo del “baby boom” en España fue en 1.966. Los que nacieron entonces tienen ahora 50 años. Tenemos gerontocracia para rato.

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Ante esta situación, ¿qué podemos hacer? Bien sabemos que la democracia sólo puede germinar bajo unas condiciones muy específicas de educación y bienestar, y si éstas no concurren, la democracia es desastrosa. En España, atrapada en esta brutal gerontocracia de iletrados, la lucha de clases o de ideologías ha quedado brutalmente sepultada bajo la lucha de jóvenes contra viejos. La teta del estado está tiritando bajo este coro de ancianos mamomes y sus antojitos: una autopista aquí, una paellada popular allí, una ayuda para cambiar de automóvil acullá. La democracia en España da la victoria a los jubilados, y no es por la ley D’Hondt: es por su número.

 

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Es inexcusable: tenemos que adaptar el sistema democrático en España a esta realidad, ahora.

Misión por ende difícil: los mayores, como los niños, empañan la razón de las personas adultas con eficaces y despiadados mecanismos de ternura. El ultrarracionalismo, libre de esta carga emocional, propone limitar el voto de los mayores, idealmente 18 años antes de la esperanza de vida, lo que hoy en España corresponde hoy a los 64 años de edad. Así el tiempo durante el que se puede ejercer el derecho queda delimitado por dos franjas idénticas, satisfaciendo con ello los requisitos científicos, geométricos y teológicos de simetría y precisión.

Le pedimos que se libere de su carga emocional y de la obsoleta premisa “un hombre, un voto”, y reciba esta propuesta con el corazón abierto. Vea lo bueno que ella puede tener, aunque no se pueda llegar a realizar en muchos años. Sólo con medidas así España podrá librarse del yugo de la gerontocracia, y virar por fin hacia el decrecimiento, obligación moral de nuestra generación. Porque si hace 80 años tuvimos que quemar iglesias y declarar la guerra al fascismo, hoy tenemos que quemar PAUs y declarar la guerra a la gerontocracia.

¡PODEMOS!


Así quedaría el Parlamento con los sistemas Simétrico (actual) y Asimétrico (propuesto). El Sistema Asimétrico propone restringir la edad de voto en dos franjas idénticas en cada extremo de la vida:


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