Nos gusta hacer Homo Velamine porque esto es lo más cerca que podemos encontrarnos de quienes, en tiempos mucho más bellos que los nuestros, solían escribir bajo el influjo de los astros, las Musas, Dios o los demonios. Estos eran, se mire como se mire, personas mucho más respetables que los académicos y los periodistas de hoy, los cuales sólo escriben por satisfacer su bolsillo o su vanidad. Es, en verdad, una gran tragedia contemplar cómo la basura más despreciable se amontona en la puerta del Sagrado Templo de las Artes, invadiendo éste con su ponzoña para certificar la imparable degradación de la cultura, no menos que de la vida en general.
Ante este fenómeno, sólo dos estrategias parecen sensatas. La primera es patética; no se diferencia en nada de las súplicas del condenado que, frente a su segura muerte, sólo busca dejar constancia de esta infamia ante los inocentes que lo observan. La segunda es erótica, y consiste en aceptar sin condiciones la miseria en su totalidad; sumergirnos en ella y hacerla brillar en lo mejor de sí misma, que es lo más hediondo; proclamar a los cuatro vientos nuestra definitiva alianza con la barbarie; estimularla en lo preciso; finalmente y sin pudor alguno, abandonar todo signo de vida racional con el terrible grito: «¡Más basura! ¡Más desastre! ¡Más estupidez! ¡Más rápido!».
Pues sólo la estupidez nos ha de salvar, precipitándonos al vacío y a la noche oscura con aún mayor celeridad.
Ahorrándonos los grandes sufrimientos de la demora, llevándonos en volandas sobre las altas grupas del batiburrillo 24/7.