«Que la mujer española vista con gracia y economía»

«Que la mujer española vista con gracia y economía». Es lo que en 1788 una aristócrata española pidió al que era entonces el Secretario de Estado, el Conde de Floridablanca, en una carta que traída a nuestros días se traduciría así:

Al Excelentísimo Señor Mariano Rajoy,

Animada de un verdadero patriotismo dirigido al bien del estado y de cada individuo en particular, propuse entre los amigos de mi barrio lo útil que sería destruir el ridículo atuendo contemporáneo de los españoles. La crisis en la que vivimos es consecuencia de una sociedad que desea vivir por encima de sus posibilidades económicas desde la casa al coche y, por supuesto, el traje. Vaya, ¡si yo le contara todas las veces que veo a mis vecinas quejándose un día porque no llegan a fin de mes y alardeando al siguiente de sus nuevas adquisiciones! Y, ¡Dios mío, no hay cosa mas común que ver a familias enteras reducidas a comer unos manjares groseros y enfermizos por ahorrar el costo de una nueva gala! Por supuesto, a esto le tenemos que añadir todos aquellos que piensan que el hábito hace al monje y que por vestir de marca se están comprando todo aquello de lo que carecen: clase.

En fin, Sr. Rajoy, ¡qué estoy harta! Así pues, discutí todo esto con los amigos y llegué a la siguiente conclusión: la idea de hacer un traje nacional. ¡Sí señor! Un traje distintivo para cada grupo y clase social. Fíjese que yo creo que a la Sra. Aguirre le haría la mar de gracia. Además, tenemos que utilizar con buen recaudo su Gobierno. En fin, que así podré diferenciar si hablo con un indeseable o con alguien de mi estatus. Y aun mejor, ¡¡podremos controlar la fiebre consumista de nuestra sociedad y redirigir el gasto hacia productos nacionales!! Verá usted, lo tengo todo planeado y lo he llamado así: Discurso sobre el lujo de las señoras y el proyecto de un traje nacional. No quisiera agobiarle ahora, de modo que se lo explico todo en mi siguiente correo.

Siempre suya,
M.O.

La carta llevaba por título Discurso sobre el lujo de las señoras y el proyecto de un traje nacional y su objetivo era resolver el conflicto moral que planteaba el consumo de productos de lujo entre las “señoras bien”. Las suculentas citas, esas entre comillas, están sacadas de una ‘breve’ carta de 65 páginas. Ninguna de ellas carece de desperdicio. Esta epístola, inmediatamente publicada, fue un proyecto ideado por una anónima aristocrática que firmó como M.O., una señora diligente preocupada por la economía española del siglo XVIII que decidió proponerle al Conde de Floridablanca precisamente lo que enuncia en el título, un traje nacional. Aunque el nombre completo es incierto, su rango social lo podemos esclarecer por el texto, que compuso hacia 1788. Posteriormente fue publicado por la Imprenta Real y actualmente se puede descargar online de la Biblioteca Nacional. El discurso está dividido en cuatro capítulos y acompañado de tres grabados.

Extracto de Discurso sobre el luxo de las Señoras y proyecto de un trage nacional:

AL EXCMO. SEÑOR CONDE DE FLORIDABLANCA, PRIMER SECRETARIO DE ESTADO Y DEL DESPACHO, &C. &C. &C.

Animada de un verdadero patriotismo, dirigido al bien del Estado y de cada individuo en par titular, propuse entre los Amigos de mi tertulia, quan útil seria para destruir el pernicioso luxó de las Damas en vestir, señalarlas los ayrosos trages, que al mismo tiempo que evitasen la introducción de las modas extrangeras con que nos arruinamos, caracterizasen la Nación, distinguiesen la gerarquía de cada una, nos libertasen de las ridiculeces con que casi siempre nos adornamos, solo por ser moda, según publican quatro Extrangeros que nos llevan muchos millones, y fomentasen nuestras Fábricas y Artesanos. Porque libres las Damas de la moda y del luxó, no se retraerán lo hombres de casarse, como en el día sucede, al ver que no bastan los caudales del más acomodado para los caprichos de la más juiciosa.

La inquietud de M.O. giraba entorno al desorden en el que se vestían las españolas de su época, el siglo XVIII. Se ha de entender aquí por desorden que no lo hicieran de acuerdo con su clase social y su bolsillo. Sí, efectivamente M.O. asocia la cultura de las apariencias únicamente a las mujeres. Mujeres que, según ella, se exceden en la renta y en el crédito poniendo, incluso por encima  el vestir al alimento. Esto conduce a que o bien los maridos y familias se arruinen, o bien que los pretendientes huyan, temiendo ser absorbidos por un agujero negro de excesivo consumo y crédito. Esta amenaza, que los caros perifollos pudieran volverse en contra de su finalidad que era la de facilitar el matrimonio y llegar a espantar a pretendientes, era de lo peorcito que a una señorita del siglo XVIII le podía ocurrir. Habiendo dejado a todas temblando de miedo, M.O. propuso su solución ideal: unos vestidos-uniformes para mujeres. Su “eslogan” se podría resumir en esta idea: la mujer española “vestirá bien, con gracia, vestirá con economía”.

Ahora bien, preocupada y detallista como es la Sra. M.O., no quería que se confundiese a las mujeres de mayor rango social con las de menor. Como un capitán no puede ser confundido con un soldado raso. Por tanto, M.O. plantea tres tipos de vestidos según las ocasiones: la Española, la Carolina y la Borbonesa o Madrileña. La Española es el más exquisito, le sigue la Carolina,  mientras que la Madrileña es el de menor calidad. Estas tres jerarquías de vestir las dividió a su vez en tres clases puesto que, como hemos dicho, no se deben mezclar las clases sociales. Así las mujeres de alta clase tendrán a su vez tres tipos de uniforme: el de gala (Española-Española); el de “vestir” (Española-Carolina) y el de cada día (Española-Borbonesa). Las de clase inferior tendrán un vestido de gala también pero adaptado a su rango que no podrá ser tan ostentoso como el de las de clase superior y así sucesivamente. Por si esto no nos hubiese quedado claro, acompaña tres ilustraciones y da detalles de cómo “marcar” a aquellas mujeres, esposas o hijas de altos rangos extranjeros.

La clave de todo el proyecto está en los tejidos más que en la estructura del vestido. Las telas deben absolutamente haber sido producidas dentro de las fronteras. La razón de ser responde a la preocupación mayor de M.O, la economía nacional. Nuestra amiga, si me permite, encontraba del todo degenerado el consumo ostentoso. Y este, en la España del XVIII, se asociaba a la compra de productos extranjeros y franceses en particular.

La idea de M.O. no era una locura. Era un desesperado intento por devolver la sociedad a como había sido posiblemente en su infancia. Ahora tal vez llevaríamos las manos a la cabeza si nos dijeran que dada nuestra clase social, sea esta la que fuere, no podemos exhibirnos en la calle vistiendo con un determinado lujo. Pero es que hasta el siglo XVIII, la calidad y la cantidad de “lujo” estaba regulado y recogido por las leyes suntuarias. La incipiente burguesía no podía vestir como los nobles y estos tampoco podían hacerlo como los reyes aunque la nobleza se viese a veces superada en riqueza por la burguesía. Las diferencias que recogían las normas entre una clase y otra radicaban principalmente en los materiales, complejidad de los tejidos, adornos, etc. Estas medidas, además de servir como privilegio social, ayudaba a gestionar y controlar la sociedad. Todos debían exponerse en público como lo que eran.

Ahora bien, hecha la ley, hecha la trampa. Las leyes son obligaciones pero no siempre se respetan. En el XVIII ocurrió todo aquello que a M.O le intranquilizaba: las familias se endeudaban por adquirir productos que no se podían permitir y las apariencias empezaban a no corresponderse con la jerarquía social estipulada. La gente comenzaba a gastar por encima de sus posibilidades buscando aparentar una clase social que no es a la que pertenecían. Al extenderse el consumo y la demanda del lujo también lo hicieron los debates por todo Europa entorno a ello: desde los ensayos sobre la definición del concepto del lujo en sí, a los beneficios económicos de la industria del lujo y los posibles perjuicios morales que traía a la sociedad. La carta de M.O. a Floridablanca se enmarca en esta tendencia. Como es previsible es una actitud reaccionaria, M.O. no quería entender la expansión del lujo y temía sus consecuencias.

En cierto modo, esto no dista mucho de la actualidad. Sabemos que parte de la crisis actual es por el exceso de deuda de las unidades familiares, siendo esta en muchos casos indicativo de aspiraciones sociales. Teatro de apariencias que tiene función doble: hacia fuera y hacia dentro. Hacia el exterior, las apariencias comunican el valor económico, social y por tanto el de la clase a la que deseamos ser asociados. Hacia el interior, las apariencias funcionan de una forma mucho más perversa. Nos engañan, nos mienten, como el que vive “metido en el armario”. Nos violenta a convencernos sobre la pertenencia a un grupo social cuyo gasto es superior al que nos podemos permitir y que, sin embargo, podemos conseguir si imitamos. Estas aspiraciones sociales y de clase son parecidas, permítanme, como a las del empleado mileurista que decide votar al PP porque esto le hace sentir que pertenece a la clase “empresaria”.

Esta pequeña comparación de la preocupación entorno al consumo en el XVIII y en nuestros días es el objeto de este artículo y es que fue en este siglo, siempre con un poco de retraso en España, que ocurrió lo que los historiadores llamamos “la revolución del consumidor” y de la que somos hijos.

Volviendo a M.O. y su discurso, les contaré el final. La idea de nuestra autora finalmente quedó en nada. El Conde de Floridablanca lo discutió con la Condesa de Montijo, que era la cabeza de un grupo de mujeres preocupadas y activas en las decisiones económicas (la Junta de Damas de la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País) y esta le vino a decir que a las mujeres les gustaba sobresalir. Es decir, prevaleció la revolución del consumidor. Era ya imparable.

Victoria de Lorenzo es especialista en la historia del tejido y moda. Actualmente es doctoranda en la Universidad de Glasgow con una beca Lord Kelvin/Adam Smith, donde investiga la circulación y consumo de tejidos entre Reino Unido y el mundo de habla hispánica en el siglo XIX.

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