El tren que conecta Pamplona con Madrid cuenta con cuatro coches, divididos en dos secciones cada uno. De las ocho partes, cuatro son para clase turista y tres para preferente, mientras que la última está destinada a la cafetería. Atendiendo a esta disposición podemos inferir que Renfe considera que tres de cada siete españoles, el 43% de la población, vive en el exceso. El coste del billete oscila entre los 15 y los 72 euros y, ante la escasez de plazas de turista, los precios escalan rápido y en cada viaje los pasajeros se amontonan abigarradamente en la mitad del tren mientras la otra mitad va prácticamente vacía. El resultado es un trayecto caro, a pesar de lo cual medio tren circula sin pasajeros. El tótem monolítico de Renfe sigue operando en la lógica pre-burbuja inmobiliaria, en una riqueza ilusoria similar a la del comer langostino y el disfrazarse de burgués en las bodas.
Clase turista llena vs. clase preferente prácticamente vacía en el tren Pamplona-Madrid. La acumulación de viajeros en una sola parte del tren viene agravada por la necesidad de distanciamiento social a causa del covid durante los últimos meses.
Este verano Renfe anunció un nuevo sistema tarifario para competir con Ouigo, que acababa de entrar en operación. Renfe asegura que reduce los precios, aunque el sistema se introdujo a la par que la apertura de fronteras tras el cierre del covid, por lo que la demanda de viajes fue mayor y por tanto el precio también. El nuevo sistema imita al de las aerolíneas low cost, al que llega 20 años tarde: pagar un billete básico y encarecerlo a base de extras, como selección de asiento u opciones de cambio o anulación.
La nueva política tarifaria elimina ofertas directas anteriores como las de billete de ida y vuelta o la «tarifa mesa», por la que se podían adquirir cuatro billetes juntos a precio reducido. Además, los billetes de su nuevo servicio low cost, Avlo, son nominativos, lo que impide la compraventa entre usuarios. Por último, muchos usuarios no asumirán el mayor coste de cambio o anulación, de modo que, si finalmente un pasajero no puede viajar, en lugar de cambiar el billete dejará su plaza vacía y comprará otra, aumentando el precio general al inflar el sistema, además de suponer un coste extra excesivo para ese pasajero. En cualquier caso, el sistema de extras solo es positivo para el usuario si el precio inicial es muy barato.
Publicidad engañosa de Renfe ante el inicio de las operaciones de Ouigo: «Después de 80 años llevando a los nuestros no podemos estar mejor preparados».
Volviendo a la línea Madrid-Pamplona, los trenes que la cubren son los S-120. Disponen de 238 plazas: 156 de clase turista, 81 de preferente, y una para personas con movilidad reducida, es decir, solo hay 1,93 asientos de turista por cada uno de preferente. Teniendo en cuenta que las plazas de turista van casi siempre llenas, transformar a turista dos de las tres secciones reservadas a preferente supondría optimizar su capacidad y, por tanto, reducir el precio del billete. El resultado serían 234 plazas de turista y 27 de preferente, además de la plaza para personas con movilidad reducida.
Por lo demás, tras la pandemia ha vuelto su horrenda costumbre de repartir gratuitamente residuos electrónicos en forma de auriculares, que acaban tirados por ahí y que también repercuten en el precio. Nuestra responsabilidad ciudadana es no admitirlos, pero no podemos confiar en la moral colectiva, malcriada durante años por un hedonismo consumista.

Solo las instituciones, con visión de futuro y pensando en el interés común de la sociedad, pueden impulsar unas prácticas sostenibles como viajar en tren, pero para eso es fundamental ofrecer atractivos a la ciudadanía. Y el atractivo principal es el precio: no hacer infraestructuras bochornosas como las estaciones de la burbuja, repartir auricularcitos que convierten las sinfonías de Beethoven en una tortura inhumana ni sobredimensionar la clase preferente. Las instituciones deben invertir menos en infraestructura para el automóvil y más en las del transporte colectivo, anular los puentes aéreos domésticos en favor del tren, acabar con el centralismo y apostar por una red interconectada y, sobre todo, volver a recuperar los trenes regionales y de media distancia perdidos con la alta velocidad, que permiten ofrecer una alternativa sólida al coche, actualmente el único medio de transporte realmente útil en la España vacía. Pero nos enfrentamos a una gerontocompañía obsoleta y a los altos presupuestos publicitarios de automóviles, que organizan colectivamente a la ciudadanía a preferir el automóvil y a desestimar cualquier movimiento institucional hacia el transporte colectivo. Con estos mimbres nunca podremos hacer una política de transporte sostenible.

Y, ya que estamos, sugerimos a Renfe que cambie su logo, más apropiado para un yogur sabor mora o una marca barata de cosméticos que para una compañía ferroviaria. Pero ética y estética van unidas, y la relación entre los absurdos de su imagen y su gestión no es casualidad.