Salí a por trabajo y me comieron lo de abajo


UNA PRODUCCIÓN DE CARLOS GÁRATE Y VIRGINIA LÁZARO
PORTADA FELIPE CARRASCO
TEXTO PABLO SEGUNDO

España no se rompe, se derrama en forma de kétchup y mostaza. Límpiense las manos, abran ustedes los armarios y busquen lo español. ¿Qué encuentran? ¿Colores? Rojo, amarillo grande, rojo, empaquetados en fútbol. También chorizo, jamón y vino. Y su reducto ideal: el Bar. Que resiste el siglo parapetado tras sus tapas y la exitosa estética que surge de un desprecio opaco por el diseño.

España es ahora empacho que confunde hasta a los curas. España es este agotamiento de símbolos que no parecen dejar nada detrás. Y con esos garrotes vacíos hacemos el ademán de sacudirnos. ¿Cuál es nuestro papel en este mundo de hamburguesas voladoras que ya somos? ¿Hacer cola en un centro comercial? No, eso es un gesto global. ¿Qué nos distingue? ¿Bares tradicionales con camareros chinos y fútbol con sus figuras internacionales y patrocinadores árabes? Sí, eso es más nuestro.

España ya es la máquina global y sus espectáculos, pero está incómoda. No hay silla para ella y la mayoría nos hemos quedado aislados o centrifugados.

Y si el problema no fuese España sino el capitalismo global… ¿no será que nos contaminan sus símbolos? ¿Abajo el kétchup? ¿Podemos evitar el derrame atacando los símbolos del capitalismo? ¿O quizás podamos apropiarnos de nuevos símbolos?

El capitalismo, como acumulación y acceso a objetos, no es ninguna cosa ajena al ser humano. Al contrario, es intrínseca a él, y debido precisamente a su éxito sin control se ha convertido en un cáncer que come todo el resto de nuestro ser. La energía exuberante de ese cáncer viene de su simplicidad y compatibilidad, que le capacita para conectarlo todo con enorme eficiencia dentro de su red y excretar sus ineficiencias o basuras a su exterior. Esa energía es acumulada por los capitalistas, ellos todos, que la reinvierten en hacer sus redes más grandes, más gordas, más rápidas y mejores.

¿Y la simbología del capitalismo? No tiene porque no necesita. Tan solo hay ropajes que le ponemos en cada lugar y en cada momento. Pero todos sentimos que su fuerza es una unión robusta que no podemos modificar y de la que participamos y dependemos.

Esa fuerza de la que nos sabemos dependientes y que es intocable la llevamos a nuestro entendimiento como un misterio, un más allá que no es humano pero que forma la esencia de nuestro entorno natural, de la naturaleza salvaje en la que ahora nos movemos. Ese misterio algunos lo visten como «ese horrible capitalismo (satánico) con el que hay que acabar» y otras lo visten como «esa fuente (sagrada) de progreso humano que mejora nuestras vidas».

Pero los ropajes finales que en cada país viste el capitalismo son mudables por completo. En China el capitalismo viste diferente que en Mozambique.

No es un sistema que dependa en absoluto de símbolos ni de relato, porque no se basa en relaciones de tipo humano. En palabras o relaciones directas entre seres humanos. Cosas como una Iglesia, un cierto tipo de familia, un cierto tipo de micro-sociedad, o una patria o nación sí requieren de un esqueleto-relato sin el cual nada se mantendría, porque los humanos no sabrían cómo mantener ese sistema de relaciones directamente humanas sin un relato explicativo.

El capitalismo establece conexiones no humanas entre humanos o entre humanos y cosas, y cosas y humanos. Y por lo tanto no requiere un esqueleto de relato que lo explique, un relato que luego exudaría esos símbolos de los que poder agarrar al capitalismo y humillarlo un poco.

Pero no, no hay ningún símbolo. Solo un misterio.

Un misterio emanante de una nueva naturaleza social. Las viejas sociedades quedan reorientadas bajo la facilidad del intercambio global. Nadie necesita familia teniendo una buena cuenta de banco, trenes cómodos y ciudades seguras. El vecindario entero no es nada ante una ciudad con aeropuerto. Pero esa misteriosa naturaleza global que lo conecta todo tampoco necesita las relaciones humanas, ni las jerarquías, ni los roles: tan solo necesita trabajadores que puedan ser tratados como objetos. Nosotros ponemos reglas en lo local, y seguimos estableciendo relaciones humanas en lo micro-local –familia, amigos, colegio, lugar de trabajo y todo eso–, que sí que genera relatos y símbolos dependiendo del lugar y tiempo, pero todas esas relaciones humanas las tenemos «al otro lado» de los enganches capitalistas. El capitalismo hará todo lo posible por hacer sus enganches estándar e intercambiables, creando interfaces. El capitalismo no habla un idioma humano, quizás un idioma legal muy reducido. Tan solo le interesan el tiempo, las mercancías y los servicios que se pueden medir. Aunque su energía venga toda de cada uno de nosotros, se la soplan los ritos de transición, nuestros equipos de fútbol, y nuestros cuerpos sexis y mortales y nuestros chistes.

Y por eso nosotros no conseguimos entender bien esta gigante nueva fuerza y sus efectos. Pero no necesitamos entenderla para vivir con ella, nos basta con entender el dinero, que es el gran interfaz. Tanto cuesta tal cosa, tanto me dan por trabajar en tal lugar. Y para entender eso no hace falta un relato humano. Un niño de la China profunda puede interactuar con el capitalismo estupendamente desde parámetros culturales total-mente diferentes a una anciana senegalesa o una lesbiana canadiense. No hace falta ningún ritual para entrar en el supermercado. O al menos no le hace falta al capitalismo, quizás a nosotros sí.

En definitiva, cualquier pelea con los símbolos globales es inútil. No hay ninguno esencial, no son parte de una religión, una ideología, o una práctica social. Tal o cual marca o logo, de los millones que hay, es prescindible para el capitalismo y cada nombre es independiente de las demás. No meterán en la cárcel a ningún lector por grabarse un vídeo cagándose sobre la sección de bolsa del periódico o por herir los sentimientos de la tasa de cambio entre el dólar y el euro con un chiste en Twitter. Lo sentimos profundamente.

Mientras, podemos seguir jugando con los símbolos que nos quedan. Quizás sean los últimos.

¡Habla, Pueblo, habla!

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