The 2030 Ultrarrationalist Agenda: Goals for Sustainable Development

Llevamos del orden de doscientos años viviendo en un sistema donde continuamente la tecnocracia se multiplica, diversifica y atañe a cada vez más ámbitos de la vida, y ello por necesidad, ya que el capitalismo vive de la acumulación valorizadora de valor (o capital); y esto, a la postre, implica la producción y superposición de sistemas tecnológicos convergentes e interoperables; de lo cual se derivan necesidades de estandarización y coordinación voluntaria o coactiva a todos los niveles geográficos, y en todos los ámbitos de aplicación. Esto significa que en las decisiones políticas no importa la voluntad privada o colectiva, sino que cualquier voluntad privada o colectiva se subordina, VOLUNTARIA o COACTIVAMENTE, a las necesidades de desarrollo tecnológico.

Esto es así por mucho que los fundamentos de dichas decisiones forzosas se disfracen pretendiendo derivarse de «intenciones humanas» y en particular intenciones con otro objeto, tales como «reducir la pobreza» o «asegurar la paz social».

Es cierto que este incremento brutal e impactante de la tecnocracia ha quedado parcialmente ofuscado o invisibilizado por el hecho de que las burocracias se han automatizado en un grado muy alto. Dicho de otra forma: numerosísimos comandos y programas de acción se han desarrollado en algoritmos y aplicaciones que funcionan en otros tantos softwares y sistemas informáticos, sustituyendo a innumerables burócratas. Éstos últimos no quedan eliminados por completo, pero se multiplica el número de órdenes que cada burócrata recibe, procesa y puede ejecutar. La sensación ubicua, entonces, es que la burocracia desaparece. En mi tesis de máster explico por qué no es así: lo que le ocurre a la burocracia es que pasa a residir en una tecnología que ha eliminado la necesidad de recurrir a la fuerza de trabajo relevante, tanto para las administraciones corporativas como para las gubernamentales.

No son seres humanos, sino programas, quienes ejercen el poder político y económico sobre otros seres humanos.

La única diferencia con las superburocracias comunistas o «democráticas» de principios/mediados del siglo XX es que a menudo ya no son seres humanos, sino programas, quienes ejercen el poder político y económico sobre otros seres humanos. De momento aún hay seres humanos al final de la cadena de acción, y en última instancia la amenaza constante de violencia por parte del Estado; pero sólo de momento: empieza a ser rentable también la predicción y prevención automáticas de la violencia, y su evitación o castigo por medios robotizados. (Lo único no automatizable de verdad es, que sepamos, la pura voluntad de poder).

Y lo que es claro es que las personas tienen que someterse, voluntariamente o mediante coacción, a un enorme número de condiciones y objetivos socialmente determinados; y que lo mejor que puede hacerse por ellas, en este sentido, es ayudarlas a que aprendan a amar las determinaciones y condiciones que de todas maneras tendrán que satisfacer o sobrellevar. Esto se puede hacer, por ejemplo, gamificando y decorando su actividad con lucecitas, musiquitas, recomendaciones, premios y sonajeros varios.

Desde este punto de vista normativo (desde el desprecio a la burocracia), sólo hay una razón para afirmar que en este punto hemos mejorado a lo largo del siglo XX. Esa razón es que, al menos, ahora hay un menor número de oficiales de gobierno forzados a obeceder y a pedir obediencia; claro, porque hay menos necesidad de burócratas, y en general de empleo humano. Por lo demás, no se puede pretender que la regimentación pública y privada de la vida humana, explícita o tácita, vaya a disminuir: todo lo contrario, aumentará y lo hará además a expensas de la división y subsidiariedad de poderes, dando lugar a cada vez mayor número de monopolios, más poderosos y más integrados. Hasta llegar a un límite en que los monopolios comiencen a su vez a integrarse horizontalmente entre sí, acabando finalmente con toda división de poderes y subsidiariedad. En este sentido, el sistema de apps para «la buena ciudadanía» del Gobierno chino no es más que un paso evidente e inmediato con respecto a lo que ya ocurre en otras partes del mundo, sólo que bajo un aspecto clasemedianamente menos alarmante.

Es, pues, evidente que la tecnocracia sigue y seguirá aumentando en detrimento de cualquier cosa que pueda llamarse democracia -y tanto más por cuanto que la mayoría de los ciudadanos, y desde luego sus gobernantes, carecen de una dimensión crítica y reflexiva sobre la tecnología, la filosofía política, y en general casi todo lo que no sea fútbol, folleteo o cuñadeos varios. Aún más: las capacidades existentes de las TICs introducen un importante impulso para el incremento de esta clase de tecnocracia; como lo hace el hecho de que grandes empresas del sector hayan acumulado un gran capital, y sean, en consecuencia, líderes económicos y de opinión, con una gran influencia política y pública sobre las tendencias y proyectos colectivos subsiguientes.

Se trata, por tanto, de un contexto donde prima la estupidez y una acriticidad desbocada que impide reflexionar sobre la irreversible y creciente tecnocracia; y que, al hacerlo, refuerza esta tendencia y acelera su ritmo.

Es en este contexto donde la palabra «democracia» suena más que nunca, e incluso numerosos organismos Mui Serios i Responsables afirman sin rubor y con todo orgullo que jamás tantos países del mundo han sido democracias.

Eventualmente, «sostenibilidad» y sus derivadas serán las únicas palabras que se permita pronunciar en público

Esto da que pensar.

Lo que yo pienso es que ahora mismo escuchamos mucho la palabra «sostenibilidad», «desarrollo sostenible» etc. Pero la escuchamos mucho menos de lo que lo harán nuestros hijos en los tiempos venideros. Para que estos vocablos verdaderamente impregnen el discurso público, será preciso que las sociedades humanas hayan entrado de lleno en un colapso ecológico efectivo y forzado, desencadenado por alguna crisis ambiental. En el punto culminante de esta trayectoria, la gente irá con máscaras de gas por la calle, habrá racionamientos, toques de queda, etc.: y ninguna palabra sonará más que la de sostenibilidad. Una imagen que se refuerza tanto más cuando observamos las tendencias paralelas sugeridas más arriba, hacia una mayor tecnocracia y, en fases de riesgo, un mayor autoritarismo.

Eventualmente, «sostenibilidad» y sus derivadas serán las únicas palabras que se permita pronunciar en público, y será sospechoso no ya criticar estos discursos, sino aun dedicarse a escribir o hablar sobre otra cosa (pues parecerá que uno no está de acuerdo con ellos, o que no se preocupa, e incluso que está en contra de estas cuestiones, y por ende contra sus conciudadanos).

Entre tanto, nadie mirará a los verdaderos culpables, que son la gente con poder, y cuya culpabilidad NO reside en haber impulsado puntualmente las necesidades intrínsecas del sistema, un asunto sobre el cual NO tenían poder de decisión. Su culpa reside más bien en haber ocultado sistemáticamente la verdad sobre el sistema, ya sea porque evitar el pánico y la crítica social les beneficiaba al corto plazo, y era más fácil mentir a la población e incluso autoengañarse; o bien, simplemente, porque eran gilipollas e ineptos del todo.

¡Habla, Pueblo, habla!

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