Todos los chinos son iguales.
A la familia Chi le aterrorizaba esta idea. Por eso cuando el Gobierno británico cedió Hong Kong a la China comunista decidieron irse a otro sitio donde su esfuerzo fuera compensado. Ese otro sitio fue España.
Pero no les hizo falta morirse para saber que había sido una buena elección. Al llegar a su nuevo hogar entraron en contacto con otros chinos, y con su ayuda abrieron sin dificultad una tienda con el nombre de su ciudad de origen. Se adaptaron muy bien al barrio y aprendieron las costumbres locales para mejorar las ventas. Decían automáticamente «Hola cletal» cuando un cliente entraba, y «Talogo» cuando salía. Incluso cambiaron sus nombres para acercarse a la población local: Wen-Zhong se presentaba como Jorge, y Mingyang como Sergio. Los vecinos apreciaban la nueva tienda, el servicio y el extenso horario de apertura, aunque se quejaban de que hacía demasiado calor en verano. Jorge y Sergio trabajaban muchas horas, pero podían ver películas bajo el mostrador, de modo que era casi como estar en casa. Y cuando comenzaron a chapurrear mejor español llegaron incluso a trabar cierta amistad con algunos clientes. Habían elegido un buen país, caramba.
Pero todo cambió un terrible día de agosto. Ocurrió mientras la señora Jacinta le contaba a Jorge las aventuras de su perro Coco. En un momento de confusión -es verdad que la señora Jacinta no andaba muy bien de vista a sus 68 años de edad- le confundió con su hermando Sergio. Jorge le advirtió su error, y sus cansados ojos no le permitieron muy bien distinguir la mueca de horror, asco y odio de Jorge cuando dijo:
Ah, Coco, es que todos los chinos son iguales.
