Toros sí, carne no

Es difícil ser taurino hoy en día. Por una parte porque el bienestar animal está cada vez más presente en nuestras sociedades, y por otra porque el acceso de las masas a internet reduce cualquier debate a proclamas de panfleto y a una cuestión de gente buena (quienes piensan como yo) contra gente mala (quienes no). Sin embargo debemos entender la posición taurina, no con argumentos irracionales como “el toreo es arte” o “el toro de lidia se extinguiría”, sino desde una perspectiva actual y, por qué no, vegetariana.

No debe sorprendernos este punto de vista. El propio matador Curro Romero fue vegetariano durante unos años: “El toro vive de maravilla hasta que se lidia, otros animales ni ven la luz del día y se los cargan muy pequeños”, sostiene. “Quienes protestan se comerán también la carne de esos animales”. Efectivamente, muchas personas que critican las corridas por su “salvajismo” no dudan en comer gallinas engordadas artificialmente en jaulas diminutas, vacas constantemente fecundadas solo para matar a sus crías poco después de nacer, o el hígado atrofiado de ocas hiperalimentadas a través de tubos metálicos introducidos por su esófago. La tauromaquia, con todos sus instrumentos de tortura, es mucho más compasiva que la industria cárnica. El torero mata artesanalmente, la empleado de granja mata en serie. Podríamos establecer una comparación razonable entre un samurai, que depende de su técnica y pericia para sobrevivir en el combate, y la maquinaria de guerra nazi, que crea campos de exterminio donde unos oficiales con más poder que luces torturan y matan sistemáticamente a millones de individuos sin la más mínima compasión. Como las personas condenadas en esos campos, millones de animales existen exclusivamente por su valor como alimento, y las atrocidades que sufren a lo largo de su vida exceden en mucho el sufrimiento del toro: mutilaciones, alteración de sus ciclos vitales, privación de espacio, etc. En lo tocante a bienestar animal, por tanto, no tiene cabida criticar las corridas si se sigue manteniendo una dieta que incluya carne.

Contra este punto a menudo se argumenta que comer carne es una necesidad, mientras que la tauromaquia es mera diversión. Esto, que es cierto en sociedades menos desarrolladas donde el acceso a alimento es restringido, es una falacia en los países occidentales. Millones de personas en el mundo se abstienen de comer carne y gozan de buena salud, sin requerir, salvo en casos particulares, otros cuidados especiales en su dieta. Por otra parte, la Organización Mundial de la Salud ha clasificado la carne roja como probablemente cancerígena, y varios estudios manifiestan que la explotación industrial de la carne conlleva graves riesgos para la salud pública, como el uso indiscriminado de antibióticos. En cualquier caso, más allá de las particularidades de una u otra dieta, cabe preguntarse: si la carne es alimento para el cuerpo, ¿acaso el entretenimiento no es el alimento del espíritu? Despreciar algo por ser “solo diversión” es culturalmente muy pobre.

Pero lo que se justifica como necesidad a veces tiene otros motivos ocultos detrás. Es ilustrativo el caso de Benjamin Franklin, que cuenta en sus memorias que se había decidido a no comer carne animal a pesar de haber sido gran amante del pescado. Sin embargo, un día en una parrillada percibió que un bacalao olía “admirablemente bien”. “Me debatí entre mis principios y mi apetencia, hasta que vi que de su estómago salía un pez más pequeño”, apunta. “Entonces me dije: si este pez se ha comido a otro, ¿por qué no voy a comérmelo yo a él?”

Como le ocurrió a Franklin, las personas antitaurinas se doblegan ante sus apetitos y justifican como “necesidad” su gusto por el sabor de la carne o su apego a las costumbres locales. Generalmente estas personas no soportan ver los aterradores vídeos de las granjas de producción industrial que las organizaciones animalistas nos muestran de cuando en cuando, y prefieren ignorarlos para no perderse el sabor de tal o cual animal. Critican la relación cruda de la lidia, simbolizada en la sangre caliente del toro que salpica la cara y el traje de luces del torero, pero apoyan un sistema en el que la muerte es ejecutada a escondidas por matarifes a sueldo. La relación entre el aficionado y el toro es de tú a tú; la relación entre el carnívoro y el cordero es exclusivamente a través del sistema de producción y consumo capitalista.

Se puede ser una persona sádica y antropocentrista, comiendo carne y yendo a los toros, o se puede ser animalista y consciente, no haciendo ninguna de las dos cosas: el punto intermedio es una de las mayores aberraciones de nuestro país.

El problema, claro, no es en sí el hecho de comer carne, sino comer carne producida industrialmente. Oponerse a los toros pasa necesariamente por rechazar, en primer lugar, la industria cárnica. Solo mediante una producción artesanal y tradicional, donde el granjero está en contacto con la vida y la muerte del animal, tiene cabida el consumo de carne. O se participa del rito del sacrificio, con el simbolismo que ello conlleva, ya sea en el toreo o en la carne, o se rechaza de plano: cualquier término medio es capitalismo de conveniencia.

Esa es precisamente la fuerza y el talón de Aquiles de la tauromaquia: su simbolismo crudo y directo. El cerdo mutilado que comemos se presenta ante nuestros ojos con atractivos nombres generados por técnicas de mercadotecnia e ilustraciones de alegres gorrinos de colorines. Viene cortado en cómodos trozos y a precios asequibles para todos los bolsillos. El capitalismo, siempre dispuesto a hacer de cualquier cosa un beneficio, asocia unos símbolos de comodidad y bienestar a un proceso lleno de crueldad y tortura. En una corrida de toros, en cambio, ese proceso se exhibe ante el público llanamente: virilidad, instrumentos afilados, agonía, esputos de sangre, espasmos. La bestia que sale al ruedo trotando con energía se convierte en menos de veinte minutos en una masa inerte. La nada, la vacuidad de la existencia y la fragilidad de la vida se exhiben ante el público, que lo asimila aunque no repare en ello. La muerte ha sido siempre compañera inseparable de la humanidad, y se presenta en el espectáculo pretérito de la lidia sin los McEdulcorantes de la industria cárnica.

 

En la corrida la muerte es, por supuesto, el último símbolo. La plaza aplaude cuando, por fin, el estoque se hiende en el toro. Al animal aún le quedan unos minutos de vida entre espasmos. He aquí el terrible instante de comprensión de que la existencia ha llegado a su fin. Se hace inevitable imaginar nuestro propio último suspiro y desear que ocurra de tal o cual manera. Yo lo imagino acompañado de seres queridos, a quienes poder lanzar una última mirada de agradecimiento y cariño. En la arena el toro está solo, apenas puede ver entre los dos capotes que se balancean a su alrededor, pero la multitud le rodea y le acompaña en su último viaje con un sentido aplauso.

En cambio, nadie consuela al cordero que bala mientras ve a sus compañeros caer. Nadie acompaña con cariño al ganso al que se le va a extirpar el hígado. Nadie mira a la vaca a los ojos mientras éstos se vuelven vidriosos. Nadie acaricia a la gallina cuya vida se escapa colgada de un gancho por el pescuezo.

 

Esta gallina llegará luego al súper decapitada en un ataúd de poliestireno, que podremos adquirir por tan solo cinco euros y saborear a la hora de la cena en familia. Qué bueno está, comentaremos al enterrarla en el cementerio de nuestro cuerpo. Mientras, las ultrarracionalistas seguiremos yendo a los toros, rodeadas de personas sádicas, inconscientes e insensibles, sin mayor conflicto ético. Al fin y al cabo, como concluyó Franklin tras comer su bacalao frito, viene muy bien ser un animal con raciocinio, porque nos permite encontrar una razón para cualquier cosa que se nos antoje hacer.

 

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