Torreznos de Castilla

Dicen que la mejor forma de conocer un lugar es a través del estómago. No es cuestión baladí. Cuando digerimos el producto típico de una región, metemos al cuerpo calorías y sabores de antaño, pero también se descomponen en nuestro vientre los campos, los animales y la sabiduría de las gentes que llevan elaborándolo desde tiempos inmemoriales. Es una forma de que el lugar pase por nosotros, nos llene, lo llevemos dentro.

Primera edición de Campos de Castilla

Todo esto lo digo a raíz de que me he venido a pasar unos días al pueblo de mi abuelo, en pleno valle de pinares sorianos. Aquí se practica mucha devoción a Antonio Machado, don Toñito, considerado hijo adoptivo de la región aunque nunca llegó a perder del todo su acento sevillano. Es fácil encontrar una calle consagrada a su nombre, una estatua del cuerpo pueril de doña Leonor y a menudo los lugareños con un Ribera de más declaman, como si fueran pastores de las églogas de Garcilaso, unos versos de La tierra de Alvargonzález, «porque el Pueblo no olvida nunca lo que brilla y truena». Dicen que nadie como él supo reflejar el alma de las profundidades de España, con sus cainísmos, su rancio catolicismo y sus comparsas de charanga y pandereta. Sin embargo, yo lo considero un desinformado, un falso, un traidor, porque en sus afamados Campos de Castilla no hay ni una sola referencia al producto castellano y español por excelencia, ese que con sus más de quinientas calorías lleva un milenio alimentando el cuerpo que nos sostiene el alma: el torrezno.

Poco o nada se sabe sobre los orígenes de este manjar. La referencia más antigua la encontramos en el Libro de Buen Amor, escrito por Juan Ruíz entre los años 1330 y 1343. Según nos cuenta, un torpe y viejo lobo que vaga hambriento por las montañas se encuentra a una puerca y unos cochinillos paciendo tranquilamente a la orilla de un río. La puerca, que ve sus intenciones, consigue engañar al lobo, lo quien cae al agua y es arrastrado por la corriente. El narrador lamenta la suerte del desdichado protagonista, que ha perdido la oportunidad de deleitarse con la parte más sabrosa del cerdo:

Tróxolo enderredor    a mal andar el rodezno;
salió mal quebrantado,    parescía pecadezno;
bueno le fuera al lobo    pagarse con torrezno,
non oviera tantos males    nin perdiera su prez, no.

Mucho tiempo ha pasado desde que el Arcipreste de Hita escribiera estos versos. No obstante, el torrezno ha permanecido inmutable, como el sol, el cielo y las estrellas, como todas las grandes cosas del universo que trascienden la intrascendencia del ser humano. La receta de su elaboración se ha transmitido como un secreto de generación en generación, de padres a hijos, de abuelos a nietos. Nos lo asegura Sebastián de Covarrubias, quien en su Tesoro de la lengua castellana o española ya atestiguaba que en el siglo XVI los torreznos se hacían de la misma forma que ahora. «Torrezno», afirma, es «el pedaço de la lunada que assamos; y dixose a torrendo porque se tuesta y se assa en el fuego, a diferencia de lo demás del tocino, que se guisa o se cueze en la olla.»

El torrezno debe comerse recién hecho

Torrezno, como bien dice, viene de torrar, que significa ‘tostar en exceso’. Es uno de esos casos en los que la palabra se corresponde a la perfección con su significado. No obstante, lo más curioso es que este vocablo no deriva del latín como la mayor parte de nuestra cultura, es ¡ojo! un término propiamente romance. El torrezno estaba ya presente en los albores de la lengua española. Es, por tanto, patrimonio único y exclusivo de la Hispanidad. Así pues, todo patriota debería reclamarlo como uno de los mejores símbolos de la nación. Ni la bandera ni el escudo ni el himno ni tampoco el toldo verde, el fútbol o la tortilla de patata han acompañado a los españoles durante tanto tiempo como parte de su identidad.

No por nada las gentes de los campos de Castilla representan a la perfección el arquetipo de macho ibérico: espalda fornida, pecho peludo, manos grandes y callosas. Llevan siendo leñadores, pastores y carreteros desde hace siglos y solo desde hace poco obreros de la construcción. Los trabajos que menos fuerza física requieren, como la restauración, la farmacia, la enseñanza o el médico, los ocupan las mujeres o bien gente que viene de fuera y que nunca acaba siendo aceptada como parte de la comunidad. Para pertenecer al Pueblo, hace falta carne, hace falta una voz bruta y resonante que sea capaz de juntar al rebaño con un solo grito desde el valle vecino, hace falta cortar árboles con hacha y cazar jabalís a cuchillo, en definitiva, hace falta hombría, cosa de la que andamos escasos los jóvenes cisvarones tanto de capital como de provincias. Más nos valdría dejarnos de tanto fitness, tanto aguacate y tanta ensalada de bolsa y volver a nuestros orígenes: la tierra, el cerdo, la matanza.

El torrezno perfecto empieza con un mordisco crujiente, chispeante, que evoca al cálido sonido de las ascuas de una chimenea en invierno. Luego viene el sabor punzante de la grasa, deshaciéndose en la boca como un trozo de mantequilla. Por último, el trozo de carne, firme por fuera y tierno por dentro, que se mastica con las muelas y deja un recuerdo prolongado de sabor adobado. El torrezno es un juego muy bien logrado entre capas de distintas texturas, sabores y colores. Lo peor que puede ocurrir es que la armonía entre estas capas desaparezca. Lamentablemente esto pasa más a menudo de lo que me gustaría, especialmente en los gastrobares y otras falsas tabernas regentadas por hipsters que, ávidos de dinero, predican la fusión entre lo castizo y la arrolladora uniformidad aséptica del Ikea. Ahí es fácil encontrar torreznos finos, secos y duros que se diferencian poco de una panceta quemada en una barbacoa de verano, y también podemos podemos sufrir con torreznos sin corteza, torreznos cuya carne demasiado tersa se convierte en chicle o, lo peor de lo peor, torreznos con la grasa mal cuajada, que estalla en boca como un grano de pus.

En mi afán por comer el torrezno perfecto, me he recorrido cada uno de los pueblos de Soria que aparecen en los rankings de poderosos medios de comunicación como Expansión o El País. He probado los del Mesón Círculo Católico del Burgo de Osma, los del Bar Victoria de San Leonardo de Yagüe, los de las áreas de servicio de Medinaceli e incluso he salido fuera de la provincia solo para catar los que prepara una familia exiliada desde hace décadas en la Alta Taberna Soriana de Zaragoza. Da igual que primero los asen o los frían de un golpe a 170 grados, todos ellos reconocen que la calidad del torrezno depende exclusivamente de la maña de la cocinera y, más aun, de la calidad del cerdo. Si el cerdo es malo, poco se puede hacer, salvo sufrir y rezar hasta que llegue uno bueno.

Aquí, en el bar, sufriendo y rezando porque me saquen pronto un torrezno recién hecho, me despido de vosotros, no sin antes parafrasear unos versos de don Antonio Machado:

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y mi felicidad, torreznos de Castilla.


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