¿Cómo afecta a los cuerpos el espacio que habitan? Quien se haya adentrado en los caminares de Virginia Woolf por Londres o las percepciones de Simone de Beauvoir en sus viajes por todo el mundo se habrá hecho, sin duda, esa pregunta. Pero no hace falta irse tan lejos: podríamos abordarlo también sobre la película La ciudad no es para mí (Pedro Lazaga, 1966) para, a través del cuerpo de Paco Martínez Soria, ser más conscientes de la influencia que la disposción de las calles, el estilo arquitectónico o la afluencia de coches tienen sobre nosotras.
Este es el campo de estudio de la psicogeografía: «las leyes y efectos específicos que el ambiente geográfico, organizado conscientemente o no, tiene sobre las emociones y el comportamiento de las personas» (Guy Debord, 1955). A medio camino entre el arte, la filosofía y la ciencia, esta disciplina explica que el París de Haussman en realidad se diseñó para permitir la rápida circulación de tropas y el empleo de la artillería contra las insurrecciones, o cómo hemos de resignificar el espacio público para evidenciar la revuelta.
Pero París queda demasiado lejos. ¿Cómo podemos aplicar esas enseñanzas en España? Algunos aciertos de la psicogeografía son directamente aplicables a nuestro país a pesar de la distancia temporal y física: la multiplicación de vehículos privados a través de los que el Pueblo se figura privilegiado, o la furia con la que la clasemedianía «defiende sus mediocres conquistas bajo la idea burguesa de felicidad, cuya crisis debe ser provocada en toda ocasión, por todos los medios.»
Pero también podríamos observar un claro componente psicogeográfico en La ciudad no es para mí. Es difícil establecer con claridad una conexión, pero podría haber sucedido que sus guionistas, Fernando Lázaro Carreter, Vicente Coello y Pedro Masó, estuvieran en contacto con la doctrina, empezada a teorizar diez años antes por el movimiento letrista.
En cualquier caso, la película lanza una clara mirada a cómo afectan las grandes ciudades a las personas. Estamos en la época en la que Madrid pasa de ser «una ciudad pequeña, la capital administrativa y artística, en la que se andaba mucho para ir de un lado a otro y todo el mundo se conocía y cualquier encuentro era posible» (Luis Buñuel), a la gran urbe que conocemos hoy, y el tema suscita claro interés. España estaba ensayando la forma de hacer y habitar ciudades, a menudo con éxitos, como el urbanismo a escala humana de los nuevos barrios obreros, pero también fracasos, como los scalextric y autopistas urbanas. A la juventud le atraían las perspectivas de trabajo, pero también las luces de neón, la vida y el ritmo de las nuevas ciudades, como se muestra en el inicio de La ciudad no es para mí:
Tras el ritmo frenético de la ciudad, representado con música trepidante, velocidad aumentada, cortes rápidos y zooms agresivos, la película nos presenta la apacible vida en el pueblo:
Ambos ambientes producen un protagonista dual, que adopta distinta personalidad según se encuentre en uno u otro. En su ambiente natural, el pueblo, el personaje es el gran «patriarca» benefactor, que conoce los códigos de su pequeña sociedad y los maneja con maestría para el beneficio común. Vemos, cómo, por ejemplo, logra que el inspector de Hacienda, de visita en el pueblo, pierda toda su recaudación a las vecinas en una partida de guiñote.
En cambio, cuando acude a la ciudad se convierte en una persona anónima. Está perdido y desconoce los códigos de la urbe. No entiende cómo operan el tiempo y el espacio, y en una escena clásica se pone a esperar el «disco verde» del sermáforo sentado sobre sus maletas. Ese desconocimiento está aquí llevado al extremo para evidenciarlo y provocar la carcajada del público. Todo pasa deprisa a alrededor del cuerpo de Paco Martínez Soria y su figura de gran benefactor queda diluida en la de un ciudadano más, en el sentido más literal del término, con poca o nula capacidad de actuación.
Se trata de un argumento común en las narraciones, el del «intruso benefactor» (Balló y Pérez, 1995). Otras películas muy dispares, como Time after time (Nicholas Meyer, 1979), Pale Rider (Clint Eastwood, 1985) o Terminator 2: Judgment Day (James Cameron, 1991), reinciden en el personaje que llega a un mundo nuevo y se muestra torpe al no conocer sus códigos.
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El personaje de Paco Martínez Soria observa también como la ciudad ha desestructurado a su familia. Los acontecimientos se suceden, y finalmente logra trasladar el orden del pueblo al pequeño espacio de la urbe, la casa de su hijo. La moral franquista usa así la psicogeografía para filtrarse entre los fotogramas.
Esta relación entre el espacio y el cuerpo es muy repetida en el cine español en distintas formas. En el cine de la época tenemos varias películas que abordan el viaje del «hombre de campo» a la ciudad, como Historias de la radio (José Luis Sáez de Heredia, 1955) o casi todos los títulos de Antonio Molina. Incluso más adelante, con un código muy distinto, Arrebato (Iván Zulueta, 1979) también lo hace. Y no podemos olvidar el cine quinqui, ya en una España plenamente urbanizada, que relata las dificultades de los hijos e hijas de esas personas que llegaron a las ciudades 10 o 20 años antes y se instalaron en el extrarradio.
Al fin y al cabo, el espacio en el que habitan nuestros cuerpos configura muchas cosas sobre nosotras. Nos guste o no, todo es psicogeografía.