
El debate de la libertad de expresión y sus supuestos límites es un telón de fondo que nos acompaña con más o menos visibilidad durante la última década.
Uno de sus límites claros es el legal, donde se le pone coto de varias maneras. Entre las más conocidas está el artículo 578 del Código Penal, de enaltecimiento del terrorismo, que ha llevado al rapero Pablo Hasél a prisión. También el 525, de delitos contra los sentimientos religiosos, en los que algunas procesiones satíricas con imágenes de genitales femeninos han acabado en los tribunales. Por otro lado están las Leyes Mordaza, una serie de reformas legales que el gobierno del Partido Popular llevó a cabo en 2015 para coartar especialmente las múltiples protestas post-15M. No nos extendemos más en estos límites jurídicos, que están muy bien recogidos en la web del Grupo de Trabajo sobre Libertad de Expresión.
A esta lista de restricciones a la libertad de expresión amenaza con sumarse otro artículo del Código Penal: el 173.1, de trato degradante:
El que infligiera a otra persona un trato degradante, menoscabando gravemente su integridad moral, será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años.
Es un castigo dirigido a casos de violencia física, en los que se pena la humillación más que el daño físico en sí. En la jurisprudencia en la que se aplica encontramos ejemplos tales como atar a alguien a una cama, cortarle el pelo contra su voluntad, mostrar y tocarse los propios genitales de forma intimidatoria, etc.
En relación a la libertad de expresión ha sido aplicado recientemente en dos casos. Uno de ellos es el de tres personas que en 2016 tuitearon que “deseaban la muerte” a un niño con cáncer porque este había expresado que quería ser torero. El caso ha sido desestimado en dos ocasiones en los tribunales, pero la fiscalía ha recurrido ambas porque entiende que hay “lesión al espíritu de la víctima”. Vemos en esta frase cómo el ministerio fiscal interpreta por primera vez que no es necesario que el trato degradante sea físico y directo, sino que puede ser un tuit no dirigido al interesado. El caso sigue abierto.
El otro, que ya acarrea una condena firme de 18 meses de prisión y 15.000 euros, es el del colectivo artístico Homo Velamine. De manera similar a otras acciones anteriores, en 2018 creó una web ironizando sobre el tratamiento mediático de los medios de comunicación en el caso de La Manada. La acción tuvo dos fases: primero un anzuelo (un supuesto tour turístico que estuvo online tres días) al que siguió un desmentido (aclaración de los hechos y visibilización del tratamiento mediático). Seis meses después el colectivo fue denunciado y, pese a la oposición de la fiscalía, condenado en tres instancias, la última de ellas el Tribunal Supremo. El caso también sigue abierto, a la espera de una resolución del Tribunal Constitucional.
En ambos vemos un recelo a la expresión, ya sea esta desnuda (mencionar la muerte como muestra de rechazo profundo expresado de manera cruda), o elaborada (como una performance artística). En ambos podemos ver un trasfondo político, interpretado como una defensa de los valores tradicionales en el primer caso, o de los supuestos valores progresistas en el segundo, de modo que pareciera que se usa la ley para salvaguardar una moral particular.
La libertad de expresión solo debe ser limitada judicialmente cuando se dan dos condiciones: (1) que incite a cometer un acto delictivo y (2) que este pueda llevarse a cabo. Si en el caso de los tuiteros la primera condición es evidente pero no la segunda, en el caso de Homo Velamine la segunda condición podría indudablemente haberse dado, pero no así la primera.
Creemos que en los amplios debates que se mantienen sobre los límites jurídicos de la libertad de expresión este artículo ha de ser tenido en cuenta, fuera del tumulto mediático, moralista y dogmático que acecha a uno de los bienes más preciados de nuestra sociedad. Como sostiene Jacobo Dópico, catedrático de Derecho Penal en la Universidad Carlos III de Madrid, «el precio de poder disfrutar de la libertad de expresión (lo que es tanto como decir: el precio de poder tener una democracia) es estar expuestos a expresiones irritantes o brutales, siempre que no supongan una incitación a conductas delictivas que cree un riesgo real de su comisión. El coste es asumible; la alternativa no lo es».