
–Hay que hacer algo con James, que se pasa el día ahí sentado.
Lynn, mi compañera de piso, pronunciaba estas palabras entre el reproche y la risa. Efectivamente, James Doppelgäger llevaba dos semanas ahí sin moverse del salón de mi casa, en un extremo del sofá, al lado de la puerta del jardín, con el ordenador ahora sobre el regazo, luego sobre el posabrazos, tecleando con dos dedos. Sólo cambiaba de ubicación para comer y, por tanto, también para defecar, etcétera.
Estaba escribiendo el último de los emails de la nueva publicación de Homo Velamine, El útero forzudo del precariado, que Cristóbal Fortúnez ha ilustrado prodigiosamente y que puede ser tuyo pinchando aquí.
A mitad de camino entre el delirio y el desternille, esta historia es completamente real, tan real como solo le puede pasar a James. Como él mismo confiesa, padece de SPA (Síndrome de Propensión a los Accidentes), lo que le hace ir al hospital un par de veces al año. No para tratar el síndrome, sino para curar sus repercusiones: hematomas de golpes y cosas así. En el año y medio que pasamos juntos en Londres sufrió las más diversas desgracias, incluyendo un polaco gigante que le perseguía por el pasillo en calzoncillos con una sartén, que le pillasen robando unos limones y le hiciesen firmar una hoja de que no iba a pisar nunca más un Sainsbury’s, ir a una fiesta de solo negros varones con pinta malísima un martes a las 3 de la mañana, y otras aventuras más graves que me callo por preservar su intimidad. Además, claro, de la historia que nos ocupa, en la que James aterriza como nanny en una familia de dos lesbianas con cinco hijos.
Había conocido a James unos meses antes. Le acogí en mi casa sólo guiado por un escrito semejante a éste, y especialmente porque usaba la palabra «pantagruélico». Pronto mi imaginación se dejó seducir locamente por la suya entre las múltiples inspiraciones que nos brindaba Londres, donde el moderneo más absurdo campaba a sus anchas y nos escandalizaba en Brick Lane (prometió borrar de su móvil a cualquiera que le dijese de quedar en el 1001, un bar de esa calle al que italianos, polacos y españoles acabábamos como moscas en la miel) y donde luchábamos por sobrevivir de fiesta en fiesta entre Shoreditch (antes de su poshificación) y Dalston (antes de su mainstreamificación).
Retrato audiovisual de Shoreditch, alrededor de donde James y Anónimo gravitaban, en la época de «El útero forzudo del precariado».
Sobrevivir: como un Ignatius J. Reilly cualquiera, James se ve obligado a entregar su carne al capitalismo, y luego lo escupe sobre Hotmail como si fueran hojas del cuaderno Gran Jefe. Si Ignatius es un erudito medieval en manos de Nueva Orleans, aquí James es un gracejo gaditano en manos de Londres. Ignatius tenía su gorra de cazador, y él se hizo con una idéntica en el mercado de Kingsland Road a las 4 de la mañana entre shiessss y niñeris. Y yo, como hacía la madre de Ignatius, le pido a James que abandone mi habitación (sólo iluminada por un tragaluz que daba al salón, sólo ventilada por una rejilla que daba a la basura de reciclaje, y cuyo suelo ocupábamos por completo entre mi cama y su colchón hinchable) y se busque una ya. Pero él tiene aún que abrir su píloro y, tras el estrés de su experiencia como nanny, necesita dos semanas de descanso hasta ponerse a hacer algo que no sea escribir. Hay una única diferencia entre El útero forzudo y La conjura de los necios: que la de James es una historia real, lo cual lo hace más increíble.
Por desgracia no podemos saber qué fue de Ignatius, pero sí sabemos que James, tras abandonar su carrera como ingeniero-nanny, ha acabado siendo un exquisito filósofo ultrarracional que alcanzará cierta popularidad en 10 ó 20 años y amplio reconocimiento hacia el final de su vida. Ese momento, tal vez, hubiera sido el ideal para publicar El útero forzudo del precariado, pero nos aburre esperar. El futuro está aquí, ahora:
