Es entonces cuando ocurre. Acorralados, estos juntaletras, de común mansos y huidizos, explotan como King Kong en Nueva York. Hartos de la tiranía del negocio, patalean furiosos y se cagan en la madre que los parió y todo lo que se menea. En ese momento vemos la locura en sus ojos, esa furia que, de normal, son capaces de canalizar sobre un papel. Ahí los admiramos. Mucho. Muchísimo. Y deseamos que los dejen libres, para que regresen a su hábitat de especie protegida.
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