En todas las discusiones sobre islam e islamofobia está presente el elemento VELO, un asunto complicado que muchos quieren despachar de acuerdo con la lógica de política liberal de que las mujeres deberían tener los mismos derechos a la dignidad que los varones, que todos somos ciudadanos iguales y tal.
Esto de la igualdad y la dignidad, aparte de ser una boutade que no dice nada, no tiene en cuenta que las mujeres occidentales hubieron de ganarse trabajosamente el derecho a muchas cosas -teniendo a veces que aliarse con agentes imprevistos, como hicieron las sufragettes con la industria tabacalera bajo un colosal evento propagandístico organizado por el ínclito Paul Bernays-; ni tampoco el hecho de que hay muchas personas en el seno de nuestra sociedad que ni viven dignamente ni porras; es más, si el problema que tienen es económico, este problema se despacha rápidamente culpando a cada sujeto de su propio destino, por ser vago, o bien echando la pelota al rival preguntándole si acaso es comunista y querría que todos diesen a los pobres la gallina que él mismo se negaría a compartir. Etcétera.
Sin embargo, nos extraña que en las discusiones sobre el elemento VELO nadie mencione lo mucho que nuestras sociedades dependen de una cierta erótica, una erótica visual, de la observación pasiva, que ejerce quien es capaz de deleitarse sin tocar o, al menos, sin agredir a la mujer cuando el observador en cuestión se excita. Esta erótica de la observación pasiva del espectador está presente en mil aspectos de nuestra vida cotidiana, los occidentales hemos desarrollado un régimen estético y afectivo-sexual que nos caracteriza y que es concomitante de otras dinámicas culturales en el plano del arte, la representación política y demás. De tal manera que una mujer con velo no sólo revela su carácter de propiedad exclusiva de su marido, en menoscabo de su dignidad; también revela la imposibilidad que tenemos el resto de personas de ponernos cachondas al mirarla y, sin embargo, no agredirla.
Este es, en efecto, un derecho tácito que nuestra cotidianeidad estética ha impuesto en nuestro mundo, un derecho que reclama satisfacción. Todos somos propietarios visuales de los labios y los pechos y el culo de las mujeres de todos, así como del de las mujeres de nadie, propietarios auditivos de los paseíllos de tacones, propietarios olfativos de las fragancias cuyos fabricantes asedian a las mujeres cada día bajo la amenaza de que no son nadie si no se apropian de los afectos de los machos observadores. E igualmente, las mujeres son propietarias de nuestros paquetes apretados, de nuestros tatuajes de última moda, y de nuestros pelitos parecidos a los del último fichaje del Real Madrid. Nadie debe hurtarnos este derecho, porque quien lo hace nos hurta un dominio en el que ejercemos nuestras facultades de observación, cotejo, seducción y autodominio sexual.
Sobre todo, nadie debe hurtar a los fabricantes de perfumes, ropa de moda, adminículos absurdos, etc. ni a los peluqueros el derecho a establecerse como intermediarios de la co-propiedad colectiva de todos los cuerpos desnudos, insinuantes, marcados, aderezados, desfigurados. Es un atentado a demasiadas cosas. Es como si me prohibieran pasear mi Cadillac por la calle, aunque no exactamente como si me impidieran pasear mi carrito de la compra.
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